LA
DAMA PROSCRITA
iempre
he envidiado a esos compañeros del mundo de las letras cuya
formación intelectual estuvo tutelada -según confesión propia-
por el patronazgo de los creadores más elevados y eximios.
Cuando los curiosos reverentes (normalmente colaboradores
en algún suplemento cultural) les preguntan por las influencias
decisivas en su vocación literaria, esos privilegiados sueltan
la retahíla impecable de nombres que es imposible escuchar
o pronunciar sin poner los ojos en blanco: Hölderlin, Tolstoi,
Hoffmansthal, Robert Musil, Proust, Faulkner… Otros, aún
más fieros, no se reconocen más que en Aristóteles y Dante.
Famoso autor español hay que, aparte de La Celestina, Quevedo
y Cervantes, no debe gratitud a nadie. ¡Qué bien quedan
tales declaraciones en los suplementos culturales! ¡Qué
suerte la de quienes pasaron a todo trapo de la incultura
pueril a la alta cultura! En cuanto salieron de los balbuceos
primarios cayeron sobre Dostoiewski…
Por supuesto, yo procuro imitarles cuando me toca responder
en situaciones similares a los periodistas, para no desentonar
(a veces son redactoras jovencitas, muy agradables, porque
afortunadamente en cosas de cultura los periódicos siempre
utilizan al último incorporado a la plantilla o a los que
aún están en prácticas). También yo les aseguro que aprendí
a escribir alternando a Píndaro con Thomas Mann y haciendo
ocasionales excursiones a Lezama Lima. ¿No sería un desprestigio
confesar la verdad: que todo se lo debo a Jack London y
a Salgari, que amo a Julio Verne y me atasqué con Proust,
que nunca he logrado salir de H..G. Wells y Conan Doyle?
Por no hablar de Richmal Crompton. ¿Quién es Richmal Crompton?
No aparece mencionada en el copioso volumen dedicado a las
literaturas anglosajonas de la Enciclopedia de la Literatura
editada por Alianza: la busco y no la encuentro, aunque
por los aledaños alfabéticos tropiece con Davy Crockett,
el del gorro con rabo de piel de castor, que por lo visto
también escribió cosas notables. En la Británica aparecen
dos Crompton -Samuel y William-, pero ambos inventores,
el primero de una lanzadera revolucionaria en la industria
del algodón o cosa semejante. Entonces… ¿existió de veras
una tal Richmal Crompton? Pues sí, créanme. ¿Quién fue?
Mi hada madrina: sopló sobre mi cuna el hálito libérrimo
de la irreverencia, de lo imprevisto, de la rebeldía con
humor y sin crueldad. Me convirtió en proscrito… dentro
de un orden. Lo siento pero debo de confesar que a Dante
y a Goethe les debo menos.
Richmal Crompton fue una de esas institutrices inglesas
con las que nos ha familiarizado la literatura. Pero no
una estricta gobernanta sino más bien una cómplice entusiasta
de sus juveniles pupilos. Cuando su estado de salud la obligó
a dedicarse por completo a escribir, compuso una saga ingenuamente
maliciosa en elogio de esa edad exploratoria -diez, once,
doce años- en que acaba la niñez y comienza la pubertad.
En torno a su héroe Guillermo Brown, al que sin duda el
don Juan de Carlos Castaneda hubiese considerado un "guerrero
impecable", agrupó un coro de sin igual espontaneidad y
simpatía, la banda de los proscritos, Pelirrojo, Douglas,
etc , dotados de una incombustible confianza en su líder
natural. Y les hizo medirse con el estereotipado y cansino
mundo de los adultos, así como con los otros niños que traicionaban
demasiado pronto su infancia, como el hipócritamente correcto
y siempre maltratado Humbertito Lane (¡nunca se hubiera
dejado llamar "Guillermito" el más joven de los Brown!).
Las aventuras de Guillermo fueron popularísimas en su país
de origen y se tradujeron a otras lenguas, pero no constituyeron
un éxito mundial como lo es hoy, por ejemplo, Harry Potter
o llegaron a serlo algunas creaciones de Enid Blyton. Quizá
sólo en la España de los cincuenta alcanzaron un prestigio
realmente notable. Es un relativo misterio por qué ese paisaje
tan inglés de cottages con cobertizo y té a las cinco despertó
tanto entusiasmo cómplice entre los párvulos lectores bajo
el régimen franquista, cuya vida no podía ser más aparentemente
distinta. Supongo que nos emparentaba con aquellos proscritos
británicos el afán de libertad, de salir de rituales asfixiantes,
de vivir a pleno pulmón sin censores ni tutelas. Muchos
años después, al cumplirse el centenario de la escritora,
visité una exposición en su honor que se realizó en el delicioso
Museo del Juguete de Whitechapel, en la capital inglesa.
Allí estaba el armario milagroso de Guillermo, con sus botellas
de agua de regaliz y sus peonzas, con algunos de esos huesos
que enterraba y desenterraba el animoso Jumble. También
había primeras ediciones en todas las lenguas a las que
fueron traducidos los libros, y la mayoría en español era
abrumadora. Ante esos volúmenes de pastas duras y color
rojo editados por Molino, con las ilustraciones de Thomas
Henry, me sentí tan emocionado y desvalido como ante la
tumba de algún gran libertador, asesinado en plena juventud
por los contrarrevolucionarios…
Fernando Savater
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