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Boletín de la INSTITUCIÓN LIBRE de ENSEÑANZA
núms. 42-43

LA DAMA PROSCRITA

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iempre he envidiado a esos compañeros del mundo de las letras cuya formación intelectual estuvo tutelada -según confesión propia- por el patronazgo de los creadores más elevados y eximios. Cuando los curiosos reverentes (normalmente colaboradores en algún suplemento cultural) les preguntan por las influencias decisivas en su vocación literaria, esos privilegiados sueltan la retahíla impecable de nombres que es imposible escuchar o pronunciar sin poner los ojos en blanco: Hölderlin, Tolstoi, Hoffmansthal, Robert Musil, Proust, Faulkner… Otros, aún más fieros, no se reconocen más que en Aristóteles y Dante. Famoso autor español hay que, aparte de La Celestina, Quevedo y Cervantes, no debe gratitud a nadie. ¡Qué bien quedan tales declaraciones en los suplementos culturales! ¡Qué suerte la de quienes pasaron a todo trapo de la incultura pueril a la alta cultura! En cuanto salieron de los balbuceos primarios cayeron sobre Dostoiewski…

Por supuesto, yo procuro imitarles cuando me toca responder en situaciones similares a los periodistas, para no desentonar (a veces son redactoras jovencitas, muy agradables, porque afortunadamente en cosas de cultura los periódicos siempre utilizan al último incorporado a la plantilla o a los que aún están en prácticas). También yo les aseguro que aprendí a escribir alternando a Píndaro con Thomas Mann y haciendo ocasionales excursiones a Lezama Lima. ¿No sería un desprestigio confesar la verdad: que todo se lo debo a Jack London y a Salgari, que amo a Julio Verne y me atasqué con Proust, que nunca he logrado salir de H..G. Wells y Conan Doyle? Por no hablar de Richmal Crompton. ¿Quién es Richmal Crompton? No aparece mencionada en el copioso volumen dedicado a las literaturas anglosajonas de la Enciclopedia de la Literatura editada por Alianza: la busco y no la encuentro, aunque por los aledaños alfabéticos tropiece con Davy Crockett, el del gorro con rabo de piel de castor, que por lo visto también escribió cosas notables. En la Británica aparecen dos Crompton -Samuel y William-, pero ambos inventores, el primero de una lanzadera revolucionaria en la industria del algodón o cosa semejante. Entonces… ¿existió de veras una tal Richmal Crompton? Pues sí, créanme. ¿Quién fue? Mi hada madrina: sopló sobre mi cuna el hálito libérrimo de la irreverencia, de lo imprevisto, de la rebeldía con humor y sin crueldad. Me convirtió en proscrito… dentro de un orden. Lo siento pero debo de confesar que a Dante y a Goethe les debo menos.

Richmal Crompton fue una de esas institutrices inglesas con las que nos ha familiarizado la literatura. Pero no una estricta gobernanta sino más bien una cómplice entusiasta de sus juveniles pupilos. Cuando su estado de salud la obligó a dedicarse por completo a escribir, compuso una saga ingenuamente maliciosa en elogio de esa edad exploratoria -diez, once, doce años- en que acaba la niñez y comienza la pubertad. En torno a su héroe Guillermo Brown, al que sin duda el don Juan de Carlos Castaneda hubiese considerado un "guerrero impecable", agrupó un coro de sin igual espontaneidad y simpatía, la banda de los proscritos, Pelirrojo, Douglas, etc , dotados de una incombustible confianza en su líder natural. Y les hizo medirse con el estereotipado y cansino mundo de los adultos, así como con los otros niños que traicionaban demasiado pronto su infancia, como el hipócritamente correcto y siempre maltratado Humbertito Lane (¡nunca se hubiera dejado llamar "Guillermito" el más joven de los Brown!).

Las aventuras de Guillermo fueron popularísimas en su país de origen y se tradujeron a otras lenguas, pero no constituyeron un éxito mundial como lo es hoy, por ejemplo, Harry Potter o llegaron a serlo algunas creaciones de Enid Blyton. Quizá sólo en la España de los cincuenta alcanzaron un prestigio realmente notable. Es un relativo misterio por qué ese paisaje tan inglés de cottages con cobertizo y té a las cinco despertó tanto entusiasmo cómplice entre los párvulos lectores bajo el régimen franquista, cuya vida no podía ser más aparentemente distinta. Supongo que nos emparentaba con aquellos proscritos británicos el afán de libertad, de salir de rituales asfixiantes, de vivir a pleno pulmón sin censores ni tutelas. Muchos años después, al cumplirse el centenario de la escritora, visité una exposición en su honor que se realizó en el delicioso Museo del Juguete de Whitechapel, en la capital inglesa. Allí estaba el armario milagroso de Guillermo, con sus botellas de agua de regaliz y sus peonzas, con algunos de esos huesos que enterraba y desenterraba el animoso Jumble. También había primeras ediciones en todas las lenguas a las que fueron traducidos los libros, y la mayoría en español era abrumadora. Ante esos volúmenes de pastas duras y color rojo editados por Molino, con las ilustraciones de Thomas Henry, me sentí tan emocionado y desvalido como ante la tumba de algún gran libertador, asesinado en plena juventud por los contrarrevolucionarios…

Fernando Savater

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