EL
ITINERARIO DE UN HISPANISTA EN ÉPOCA DE FRANCO
n
los años treinta, por razones familiares, y durante
muchas temporadas consecutivas, disfruté de mis vacaciones
de verano en la montaña, tradicionales para los niños
de la Provenza, no en los cercanos Alpes, sino en los Pirineos.
Me hechizaban la vegetación, los bosques, las aguas
inquietas de la región de Luchon y, además,
detrás de las crestas dentadas y azules, se encontraba
otro país, España. Tres sílabas musicales
que pronto excitaron mi imaginación haciéndome
soñar con pisar una tierra extraña que adivinaba
profundamente diferente de Francia y a la que yo revestía
de un encanto hasta cierto punto mágico. Luchon se
comunica con el Valle de Arán por el asequible puerto
del Portillón. Me hacían subirlo a pie, y
así fue como, en 1933, un niño de ocho años
pudo alcanzar la frontera, dar algunos pasos más
allá de la línea simbólica y divisar
los tricornios acharolados de los primeros guardias civiles...
I
Después de esta precoz aunque fugitiva visión
de un país entonces republicano, los acontecimientos
de 1936 pronto atrajeron hacia España la atención
de mi entorno. Se hablaba de levantamiento militar, se reprobaban
las matanzas de curas. A decir verdad, yo permanecía
bastante al margen de todo aquello. ¿Tenía,
ya entonces, una cierta reticencia a dejarme influir, o
sería simplemente consecuencia de mis preocupaciones
escolares al estarse acercando el bachillerato? Por otra
parte, ni siquiera el éxodo masivo de 1939 despertó
sino un débil eco en mi colegio religioso de Aix-en-Provence,
que en otro tiempo lo fue de Charles Maurras y que ahora
tenía, por el contrario, simpatías democratacristianas.
Con la guerra, la derrota y los duros años de la
ocupación alemana, la imagen de España se
difuminó. Sin embargo, sí recuerdo haberme
dado cuenta, no sin cierta sorpresa, de que fue Lequerica,
el embajador de Franco, quien actuó como intermediario
en las negociaciones del Armisticio de 1940. Al año
siguiente, el azar quiso que yo estuviera en mi ciudad natal
cuando la atravesó el imponente cortejo de coches
que conducía al Caudillo desde la frontera con Italia,
donde se había encontrado con Mussolini, hasta Montpellier,
donde debía verse con el Mariscal Pétain.
Sin embargo, mi interés por España no se
despertó y asentó hasta 1945, en París.
Como alumno de la Escuela de Ciencias Políticas,
tuve que escoger una segunda lengua viva, junto con el inglés.
Opté por el español, ya que me agradaba la
sonoridad del castellano; intentábamos hablarlo y
traducíamos textos literarios. Uno de ellos me impresionó;
se trataba de una página de Pío Baroja que
evocaba, con mucho verismo, la Cuenca del siglo pasado.
Sentía que confirmaba mi idea de que España
era, en efecto, un país diferente. Continuaba siéndolo,
aunque por razones distintas, a juzgar por su régimen
y por su proceder durante el conflicto que estaba terminando.
La prensa, de nuevo libre, se ocupaba naturalmente de la
Guerra Civil y se pudo también proyectar, por fin,
La esperanza, la película rodada in situ por Malraux,
basada en su célebre novela. Yo la vi, un día
por la tarde, en un cine de los Campos Elíseos. Fue
un flechazo. Por primera y única vez en mi vida,
no me moví de mi asiento, para no perderme la sesión
siguiente. De pronto, la guerra de España se me ofrecía
en su dimensión de episodio fundamental de la historia
contemporánea. Hasta ese momento sólo había
leído algo a Malraux; entonces me sumergí
en la lectura de La esperanza, para después pasar
a Hemingway y a Por quién doblan las campanas. Leí
otras obras que me permitieron percibir con bastante rapidez
la situación española en los años treinta,
y que incitaron en mí el deseo de saber más.
Sin embargo, por entonces yo daba mis primeros pasos profesionales
en el Senado y sentía curiosidad por conocer Inglaterra,
provocada por los libros de André Maurois, desde
Los silencios del coronel Bramble hasta Disraeli, que había
devorado en mi adolescencia. Varias estancias al otro lado
del canal de la Mancha me permitieron apreciar los paisajes
del Lake District y callejear por Londres. Este intermedio
inglés coincidió con el ostracismo internacional
que afectó a la España franquista y con el
cierre de la frontera franco-española. Cuando se
reabrió, en 1950, me volví a acordar de España.
¿Por qué no ir de inmediato a este país
que continuaba atrayéndome?
II
Al comienzo del otoño de 1950, emprendí camino
hacia Barcelona, vía Puigcerdá. Conservo un
recuerdo muy vivo de este viaje, en un tren repleto en el
que había escasos extranjeros y donde reinaba una
calurosa promiscuidad, totalmente mediterránea. También
mediterránea se me reveló Barcelona, ciudad
que visité como un turista concienzudo, más
amplia y mejor construida que Marsella; y, al menos en apariencia,
igualmente alegre, teniendo en cuenta las condiciones de
vida, que se advertían difíciles.
Había decidido pararme a mi regreso en la Costa
Brava, donde escogí el pequeño puerto de Blanes
para pasar algunos días. Allí, mejor que en
Barcelona, percibí por vez primera el retraso del
país y me di cuenta de cómo cualquier viaje
por España tomaba un cariz de viaje al pasado. Conocía
bien Bandol o Sanary, lugares de la Provenza en todo similares
a Blanes. Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias!
Uno se veía transportado varias décadas atrás,
con las calles sin asfaltar, sin coches. Para trasladarse
de una cala a otra, los pocos veraneantes tardíos,
todos buenos burgueses de Barcelona, empleaban el caballo,
al menos los más jóvenes. Al lado de mi pequeño
hotel, frente a la playa, había una farmacia cuyo
propietario reunía al caer la noche a varios amigos
y sacaba sillas para la tradicional tertulia . Pronto animaron
a este joven francés solitario, que chapurreaba un
poco de español, a unirse a ellos. La conversación
era bastante superficial, pero se insistía con frecuencia
sobre lo que significaba para España el regreso de
visitantes extranjeros. Tan inmediata sociabilidad me llamó
la atención, de la misma manera que, en otro terreno,
las señales de respeto prodigadas al clero. En el
camino de regreso, inmediatamente antes de la salida, al
cochecito que me conducía a la estación vecina
se subió un cura, que fue recibido con solícitos
saludos e instalado en el mejor asiento...
Me traje de este primer y rápido contacto la impresión
de un país meridional simpático y retrasado,
bastante cercano a mi Provenza natal, que merecía
ser mejor conocido, puesto que su situación política,
al menos tal y como la percibía un visitante que
por entonces no sentía un interés prioritario
por ella, parecía relativamente estabilizada. Sin
embargo, ¿era Cataluña la auténtica
España? ¿No sería a Castilla y a Madrid
adonde debería dirigirme? Tenía, de forma
confusa, esa sensación. Con ocasión de un
segundo viaje, el año siguiente, se produjo el choque
decisivo. Siempre he sido enormemente sensible tanto a la
diversidad de paisajes como a la variedad de ambientes urbanos.
Mis estudios, de geografía al tiempo que de historia,
no habían hecho más que desarrollar esta disposición
natural. Mi primer encuentro con la meseta, en el mes de
junio de 1951, entre Burgos y Valladolid, permanece inolvidable.
Me dirigía a Madrid en etapas cortas y había
tomado un correo con antiguos vagones de madera dignos de
un western. Desde la plataforma, el lento convoy me permitía
contemplar en toda su extensión, bajo un sol de fuego,
inmensos espacios grises u ocres, con escasas manchas de
vegetación; resultaba muy diferente de las risueñas
campiñas de Tours o de Poitiers por las que había
pasado en días anteriores; aquí y allá,
pueblos terrosos, agrupados en torno a su campanario, eran
lo único que recordaba la presencia del hombre, sin
que hubiera ninguna otra construcción, sin granjas
aisladas, y dominándolo todo, una luz de una limpidez
sin parangón. En cuanto a las poblaciones, cada una
tenía su propia personalidad, pero ninguna me impresionó
tanto como Ávila, donde me encontraba el 24 de junio,
día de mi santo. Se sentía uno proyectado
fuera del tiempo; no había ningún turista,
yo era el único huésped alojado en mi hotel,
que estaba frente a la catedral. Encorsetada por sus murallas,
Ávila daba la impresión de no haber cambiado
en siglos. Al deambular por sus calles, prácticamente
vacías, entreteniendo la vista en los vastos horizontes
que descubría más allá de las murallas,
me sentí conquistado. Aún hoy, me siento retrospectivamente
impresionado por aquella exaltación estética
que me hacía relegar a un segundo plano todo lo relativo
a la política, incluido un acontecimiento tan formidable
como lo había sido la Guerra Civil. Me parecía
que la página estaba pasada. El país había
recuperado su cara inmutable. Mi estancia en Madrid no hizo
que me cuestionara esta percepción del régimen
como una especie de hecho dado. Apenas me movía fuera
del centro y me encontré de inmediato a mis anchas
en una ciudad animada, viva; los ciegos vendían billetes
de lotería, los vendedores ambulantes ofrecían
cigarrillos sueltos y, en ocasiones, pan blanco de estraperlo;
se notaba que la vida cotidiana debía de ser precaria
para muchos, pero la animación de la capital, que
tanto contrastaba con el letargo de Ávila, era más
fuerte que todo lo demás. Después de Madrid,
Toledo, tan festejada por los viajeros extranjeros, no me
dejó imágenes con tanta fuerza como las que
me evocaba Castilla la Vieja.
III
Todo esto cristalizó, podría decirse, al
regresar a Francia. Había nacido una vocación;
fui presa de una pasión por un país que, al
no encontrarse ya en la sociedad de las naciones, distaba
de estar de moda. En primer lugar decidí aprender
lo mejor posible la lengua (método Assimil, unido
al estudio sistemático de la gramática). Después
comencé a iniciarme en la literatura, orientándome
hacia las obras contemporáneas; entre ellas, en primer
lugar, los libros de viajes, en particular los de Unamuno,
que evocan tan bien Castilla. A ésto le siguió
la poesía, Lorca y sobre todo Antonio Machado; podría
haber elegido peor, aunque Cervantes y el Siglo de Oro me
atraían menos. Aún hoy lo lamento. No dejé
de lado la música popular, el flamenco, ni siquiera
los toros. Empecé a formar una biblioteca de obras
sobre España en francés, español e
inglés. Después, a partir de 1952, siempre
que las circunstancias me lo permitían, cruzaba la
frontera en busca de los contrastes de un país cuya
extrema diversidad había captado rápidamente.
Al mismo tiempo, cada vez era más consciente de los
enfrentamientos que habían marcado su historia y
cuyas señales notaba por todas partes.
Se abrió así, entre 1952 y 1961, año
en que mi boda cambió mi ritmo de vida, una etapa
de repetidos viajes, unos veinte, si mal no recuerdo, cuyo
carácter debo precisar. Se trataba de una exploración
casi metódica del territorio español y sus
regiones, tan diferentes entre sí. Sin olvidar las
grandes ciudades, di prioridad a las pequeñas localidades
de provincia donde la huella del pasado se había
conservado mejor. De Galicia a Andalucía, de Aragón
a Extremadura, recorrí en todas las direcciones,
durante diez años, la totalidad de la Península,
siempre sensible a su originalidad, siempre invadido por
la sensación de haber cambiado totalmente de país.
Viajaba casi siempre solo, salvo a lo largo del verano de
1954, cuando, anhelando compartir mi entusiasmo, arrastré
a algunos amigos íntimos a realizar un largo viaje
en automóvil que nos condujo desde el Levante valenciano
hasta la costa cantábrica.
Lo primero era el ritual de pasar la frontera, con frecuencia
por Irún, con el corazón encogido por entrar
en un territorio que no era "como los demás",
y también por el riguroso control de equipajes que
llevaban a cabo carabineros. A continuación, y gracias
al cambio favorable, el compartimento del expreso del sur,
evocador de Valéry Larbaud, con su marquetería
lujosa, pero tronada, y después de un trayecto nocturno
y traqueteante, el despertar por Ávila o El Escorial,
para finalmente llegar a un Madrid que aún carecía
de auténticos suburbios residenciales. Pero no viajaba
únicamente en trenes de lujo. Durante todos aquellos
años, cuántas horas no habré pasado
en vagones bamboleantes, con la frente pegada al cristal
de la ventanilla, impregnándome del espectáculo
de la ancha y triste España. Recuerdo como uno de
los viajes más característicos el trayecto
de Valladolid a Soria a bordo del Shanghai, un expreso,
famoso en su tiempo, que enlazaba -con lentitud- La Coruña
con Barcelona. Pero no era menos sensible a la melancolía
céltica de la ría de Noya, o a la gracia de
los "pueblos blancos" andaluces. Pude hacerme
así con un verdadero archivo de imágenes de
una vieja España que en parte hoy ha desaparecido;
imágenes en el más estricto sentido de la
palabra, ya que tomaba fotografías apasionadamente,
multiplicando los negativos de plazas con arcadas y de fachadas
platerescas. Por ejemplo, conservo una serie de fotografías
de Cuenca que se han convertido en documentos de época,
donde se la ve tan adormecida como la evocaron Baroja y
Pérez de Ayala, con burros subiendo por callejuelas
empinadas entre casas arruinadas que albergan hoy en día
los talleres de pintores de moda.
Tras el descubrimiento de Castilla, el de Andalucía
fue igualmente memorable. Había llegado por mar a
Cádiz, procedente de Marsella, y desde ahí
me dirigí a Sevilla en tren. El trayecto de la estación
al hotel, "barresiano" , se realizaba en una antigua
calesa asaltada por jóvenes que vendían jazmín.
Más que Sevilla, fue Córdoba, más reservada
y tan cercana todavía a Mérimée, la
que me hechizó. Cierto es que, gracias a unos conocidos
españoles de París, pude conocer allí
a un joven pintor entonces desconocido, Antonio Povedano,
que habría de convertirse en un artista conocido
y en el mejor de los amigos. Simpatizamos de inmediato y,
a través de él, entré verdaderamente
en contacto, por primera vez, con un pequeño círculo
de gente cultivada, algunos de ellos mitad periodistas,
mitad poetas, algo frecuente por entonces en muchas ciudades
de provincia. Había encuentros regulares en ciertos
momentos del día, unas veces en tabernas, otras en
grandes cafés, pero siempre con una clientela exclusivamente
masculina. Povedano, que por razones de carácter
geográfico se había visto movilizado del lado
de Franco, no hablaba jamás de sus experiencias militares.
Sin embargo, a veces se unía a nuestro grupo un viejo
boticario, mucho mayor, antiguo alcalde republicano de un
pueblo de los alrededores, que había pasado varios
años en la cárcel. Respetado por todos, mostraba
en su comportamiento y en sus palabras una prudencia un
poco temerosa que me hacía adivinar los dramas que
habían trastornado tantas vidas. Fue ésta
una de las ocasiones en que la fractura, invisible pero
siempre presente, entre los antiguos "rojos" y
los otros se me reveló en su realidad cotidiana,
pese a que la política no tenía apenas lugar
en nuestras conversaciones. Tuve oportunidad de volver en
bastantes ocasiones a Córdoba, incluso de ser recibido
por el obispo, un dominico vestido de blanco, muy profranquista
en otro tiempo, ahora reconvertido a la acción social
y a la construcción de viviendas a precios económicos.
Debo decir que este poderoso personaje, rodeado de pompa,
se mostraba amable y más bien comedido en sus palabras.
Povedano me hizo visitar las grandes aglomeraciones mitad
urbanas, mitad rurales, de la provincia: Baena, Lucena,
Priego, visibles desde muy lejos a través de las
extensiones monótonas de la campiña, con sus
largas calles de casas cuidadosamente blanqueadas, sus palacios
señoriales y sus acogedores casinos. Tuve la oportunidad
de ver la aldea donde todavía vivían los padres
de mi amigo, su humilde y aseada casa campesina, con una
sala común que los animales debían atravesar
para llegar a la cuadra. Antonio, cercano a la tierra, se
preocupaba por los problemas agrarios, y gracias a él
pude ver, sin intermediarios oficiales, uno de esos pueblos
de nueva planta creados por el Instituto Nacional de Colonización
en nuevas zonas de regadío, algo que era entonces
bastante excepcional para un extranjero.
IV
Simultaneándola con estos viajes, yo proseguía
en París mi extensa investigación sobre el
pasado y el presente de España, a la que pronto encontré
la aplicación que necesitaba. Desde hacía
tiempo yo tenía contactos personales con los dominicos,
visitaba con frecuencia su editorial y conocía sus
diversas publicaciones. La más importante de todas,
La Vie Intellectuelle, había representado un importante
papel, junto al semanario Sept, en el torbellino de polémica
que la guerra de España había suscitado entre
los católicos franceses. Cercanas a Mauriac y a Maritain,
las revistas de los dominicos habían apoyado la causa
vasca y manifestado expresamente sus reservas respecto al
concepto de "guerra santa" y el apoyo que Franco
había recibido de muchos católicos. Quince
años más tarde, La Vie Intellectuelle, donde
yo había comenzado a colaborar, rara vez se manifestaba
ya sobre España. Cierto que el Régimen franquista
había sobrevivido a la Guerra Mundial y al boicot
internacional, y que, encerrado en sus convicciones, aparentaba
solidez. Todo un sector de la opinión francesa lo
constataba sin hacerse más preguntas, o incluso lo
veía con complacencia, más o menos abiertamente.
Para la izquierda, el mito de la guerra de España
permanecía muy vivo, y producía en bastantes
personas un rechazo deliberado a visitar el país
de Franco. Las escenas y diálogos de La esperanza
conservaban toda su fuerza, para mí el primero, pero
yo ahora las reubicaba mejor en su contexto histórico;
conocía lo suficientemente bien el país y
su pasado reciente para no hacerme, a mi vez, bastantes
preguntas. Una de ellas, fundamental, me afectaba personalmente.
Si yo hubiera sido, durante el verano de 1936, un joven
católico español de espíritu abierto,
que los había, ¿cuál habría
sido mi opción en el clima de extrema tensión
reinante entonces? Junto a la indiscutible y brutal ola
antirreligiosa, habían intervenido tantos factores,
algunos circunstanciales o de tipo exclusivamente local,
que me resultaba imposible determinar cuál habría
sido mi elección o de qué lado me habría
encontrado. Había, por tanto, que evitar todo maniqueísmo
sumario, y a esto decidí atenerme.
Por otra parte, cuando me encontraba en España observaba
y escuchaba, y a pesar de la prudente reserva con la que
entonces era costumbre hablar, en casa de mis amigos de
Córdoba, por ejemplo, yo vislumbraba divergencias,
que volvía a encontrar al leer los periódicos.
Cada vez me parecía más evidente que la propia
omnipresencia católica, aunque generalizada y con
frecuencia pesada, no era monolítica. Una revista
como La Vie Intellectuelle, uno de cuyos principales objetivos,
muchas veces recordado por su director, el padre Maydieu,
consistía en hacerse eco de las distintas corrientes
por las que atravesaban el catolicismo más allá
de nuestras fronteras, debía mirar de nuevo hacia
España; había una transformación en
curso, era preciso prestar atención e informar. Dos
obras, publicadas en 1948, me dieron esa oportunidad: España
como problema, de Pedro Laín Entralgo, y España
sin problema, de Rafael Calvo Serer. Su atenta lectura me
confirmó que la España franquista estaba atravesada
por corrientes ideológicas distintas y que tenía
lugar una controversia fundamental, en la que el elemento
religioso ocupaba un lugar preponderante, entre comprensivos
y excluyentes, para retomar la terminología de la
época. Por un lado, Laín Entralgo, médico
y universitario, católico y falangista, ciertamente,
pero muy influenciado por los maestros de la generación
anterior, Unamuno y Ortega, exponía lo que él
consideraba el problema específico de la España
de los últimos cien años. Para simplificar,
marcaba las etapas de la ruptura, separando a los que representaban
un pensamiento que quería emanciparse de rígidos
imperativos religiosos y a quienes defendían la tradición
intransigente que identificaba España y catolicidad:
al generalizarse y radicalizarse, el conflicto entre ambas
tendencias había sido una de las principales razones
de la tragedia de 1936. Sin renegar de su ideal, y en nombre
de un "sentimiento católico de la existencia",
Laín se dirigía a la otra España preguntándose
por los posibles acercamientos, más allá de
todo eclecticismo superficial.
Nada hay de esto en Calvo Serer, también profesor
universitario, quien, invocando ante todo a Menéndez
y Pelayo, rechazaba todo aquello que se apartara de la más
estricta ortodoxia nacional y católica. No había
dos Españas, sino una, cuya legitimidad histórica,
definitivamente corroborada por la victoria de 1939, debía
proclamarse sin ningún complejo. Contrarrevolucionario
y antiliberal -Calvo Serer evolucionaría después-,
afirmaba que si bien España tenía problemas
que resolver, no constituía ya un problema; había
que convencer y, a lo más, intentar asimilar lo asimilable.
Yo procuré ofrecer ambas tesis en un extenso artículo
que era evidentemente favorable, no sin muchas reservas,
a la postura de Laín, titulado "Le problème
espagnol d'après quelques livres récents".
Se publicó en La Vie Intellectuelle, en junio de
1953. Al releerlo, este primer texto dedicado a España
me parece bastante sucinto, pero no pasó desapercibido
al otro lado de los Pirineos. No se había olvidado
las tomas de postura de la revista durante los años
1936 a 1939, y que la principal publicación de los
dominicos de París se volviera de nuevo hacia España
no dejaba de tener significado. El Régimen, que por
entonces buscaba obtener el apoyo de un sector bien definido
del mundo católico, acababa de esbozar una política
de relativa apertura, al menos en la enseñanza superior.
Joaquín Ruiz Jiménez, antiguo embajador ante
el Vaticano convertido en ministro de Educación,
era el principal protagonista de este intento liberalizador;
había nombrado a Pedro Laín Entralgo rector
de la Universidad de Madrid, una elección con una
fuerte carga simbólica. De paso por la capital de
España, anuncié mi visita a Pedro Laín
y acordamos que iría a verle al viejo caserón
de San Bernardo, donde se encontraba su oficina. Esta visita
permanece muy presente en mi memoria. Al atravesar la antecámara
del rector, vi a numerosas personas que parecían
esperar a ser recibidas, pero el bedel tomó mi tarjeta
e hizo pasar al joven francés antes que a nadie.
En un gran despacho, en el que las imágenes simbólicas
del Régimen estaban bien presentes, fui acogido por
un hombre afable y cordial con un interlocutor aún
principiante en hispanismo... En el curso de nuestra conversación
recordé otro libro del rector de Madrid, dedicado
a la generación del 98, subrayando que en él
estaba el origen de mi devoción especial, y siempre
mantenida, por Unamuno y Antonio Machado.
V
Pedro Laín era, como ya se ha dicho, una de las
cabezas de la política de apertura liberalizadora
puesta en marcha por Joaquín Ruiz Jiménez.
Durante esta misma estancia en Madrid, tuve otro encuentro
de importancia decisiva en todos los sentidos. Fue con un
amigo íntimo de Laín, José Luis Aranguren,
a quien un eminente filósofo dominico de París,
el padre Dubarle, tenía en gran estima y me había
aconsejado que visitara. En el momento de su desaparición,
en 1996, Aranguren se había convertido, mutatis mutandis,
en el sucesor de Unamuno y de Ortega; al igual que ellos,
había adquirido un carácter de personaje excepcional,
admirado y criticado, pero cuya talla impresionaba a todos.
El propio curso de su existencia, sus numerosas colaboraciones
en prensa, con el sello de una total e imprevisible libertad
de espíritu, lo habían llevado poco a poco
a ocupar un lugar bastante parecido al de sus ilustres predecesores.
Pero no es este Aranguren al que yo quiero evocar aquí.
Hace más de cuarenta años, cuando lo vi por
primera vez, era poco más que un principiante, cuya
audiencia, por real que fuera, no rebasaba un círculo
relativamente restringido. Pero representaba un tipo de
intelectual, y de intelectual católico, completamente
aparte en la España franquista. Autor de dos libros
notables sobre el protestantismo, publicaba también
artículos que abordaban cuestiones religiosas con
toda la libertad de expresión que le permitía
una censura siempre vigilante. Estos textos, con frecuencia
de carácter autocrítico, que se recopilaron
algo después bajo el título Catolicismo día
tras día, le hicieron alcanzar la verdadera fama.
Uno de ellos se publicaría en La Vie Intellectuelle.
Cuando yo le conocí, ¿era ya titular de la
cátedra de Ética en la Universidad de Madrid,
a la que Laín le había aconsejado que se presentara
y que él había ganado después de unas
oposiciones memorables? Reconozco haberlo olvidado. De cualquier
modo, su actitud no fue en absoluto la de un personaje investido
con una función importante. Me encontré ante
un hombre de físico ingrato, pero cuya calurosa sencillez
y capacidad para escuchar me inspiraron una simpatía
inmediata. Esta simpatía pronto se transformaría
en una auténtica y profunda amistad. Descubrí
rápidamente la vasta cultura de José Luis
Aranguren, pero en él la extensión de los
conocimientos y el placer por las ideas iban a la par con
el interés por la marcha del mundo, una disposición
que habría de conservar durante toda su vida. Mientras
escribo estas líneas, soy plenamente consciente de
la suerte que tuve de encontrar a alguien que me tomó
a su cargo y se convirtió en mi introductor en los
círculos, bastante cerrados, de cierta intelligentsia
que, sin él, habría resultado inaccesible
a un joven francés.
En lo sucesivo, el piso de burgués instruido donde
vivían Aranguren y su numerosa familia, en la calle
de Velázquez, se convirtió en lugar de parada
obligada en mis viajes a Madrid. Almorzaba en su casa con
él y con su familia y, tras conversar en su despacho
sobre la actualidad española y francesa, mi anfitrión,
persona particularmente sociable, hacía una llamada
de teléfono para facilitarme una entrevista o conseguía
que me invitaran a alguna cena cuyos comensales, a su juicio,
merecía la pena conocer. Fue también Aranguren,
no se me olvida, quien me hizo visitar las miserables chabolas
del Pozo del Tío Raimundo y me acompañó
a visitar al padre Llanos, jesuita comprometido que vivía
en esos sórdidos suburbios de la capital, demasiado
desconocidos para los extranjeros.
De esta forma, mis viajes a Madrid, de 1954 a 1956, me
permitieron asistir desde dentro a la lucha periodística
entre los partidarios de la política aperturista
y sus numerosos adversarios: tradicionalistas, integristas,
miembros del Opus Dei, de los que se empezaba a hablar mucho,
y, sencillamente, franquistas puros y duros. Ambos campos
se enfrentaban por nombramientos a cargos de cierta importancia,
mientras que en la prensa empezaban a abordarse, de forma
alusiva, temas delicados, frente a una censura al acecho;
todo esto me recordaba un poco lo que había vivido
bajo el Gobierno de Vichy, en 1941-1942, al inicio de mis
estudios universitarios. Conocí a la mayoría
de los "falangistas liberales", colaboradores
de la Revista Escorial: Dionisio Ridruejo, José Antonio
Maravall, Luis Felipe Vivanco. Constantemente en la brecha
en defensa de Unamuno y de Ortega, expuestos a sufrir ataques
violentos o amargos, se arriesgaban incluso a evocar -Aranguren
fue uno de los primeros en hacerlo- sin apasionamiento,
la otra España, la de los escritores e intelectuales
en el exilio.
Pronto me di cuenta de que a este conflicto esencial se
unía el proceder ambiguo de un influyente sector
de Acción Católica en torno a los propagandistas,
discípulos de Angel Herrera, que se mantenían
en un conformismo ideológico timorato que también
daba lugar a polémicas, aunque más asordinadas.
En las "Conversaciones católicas de Gredos"
prevalecía un estilo por completo diferente. Las
personalidades de renombre que tomaban parte en ellas tuvieron
una reunión de estudios en Alcalá de Henares
a la que, gracias a Aranguren, pude asistir. Allí
estaban Laín, Ridruejo, Díez del Corral e
incluso Ruiz Jiménez. Lejos de la política
cotidiana, yo asistía a estos intercambios de opiniones
que demostraban un perfecto conocimiento de los movimientos
ideológicos de la Europa del momento y preocupaciones
espirituales auténticas. Yo estaba impresionado,
pero sentía también, como recalcaría
después Aranguren en su autobiografía, Memorias
y Esperanzas Españolas, que nos situábamos
demasiado por encima de los conflictos. Esta misma sensación
la experimentaba también un catalán de mi
generación, Enrique Boada, que nos acompañó
a Alcalá y con el cual trabé una amistad duradera.
Políticamente comprometido, habría de unirse
a lo que se convertiría en el Frente de Liberación
Popular, movimiento cristiano de izquierda, en él
participarían numerosos amigos míos.
A través de Enrique Boada y de Aranguren, uno de
los intelectuales madrileños más atentos a
lo que ocurría en Cataluña -escribía
con regularidad para la revista católica progresista
El Ciervo, publicada en Barcelona-, pude ensanchar mis horizontes
y crearme en la metrópolis catalana una valiosa red
de relaciones, principalmente, como puede verse, en los
medios católicos. Se vivía en pleno "nacional-catolicismo",
y me fue posible calibrar el peso que tenía sobre
la sociedad y comprobar que eran más evidentes que
nunca los vínculos de la Iglesia con el Régimen.
Se acababa de firmar el Concordato y los dirigentes franquistas
se vanagloriaban de la armonía existente entre la
Iglesia y el Estado. Sin embargo, había discordancias,
que yo me aplicaba con celo en detectar, en las crónicas
que a lo largo de aquéllos años publicaba
con regularidad La Vie Intellectuelle. Ya se tratara de
la Hermandad Obrera de Acción Católica o de
excesos en el control sobre la prensa religiosa, yo estaba
al acecho de las menores divergencias. Su eco en la revista
de los dominicos me estimulaba lo que creía que debía
ser mi papel, especialmente porque estos aspectos políticos
y religiosos de la actualidad española apenas llamaban
la atención en Francia. En 1955, con ocasión
del fallecimiento de Ortega y Gasset, no dejé de
recalcar cómo se habían encarnizado contra
él algunos teólogos. Fui testigo directo de
sus intentos -vanos- por hacer que se incluyera su obra
en el Índice. Al año siguiente, en un artículo
titulado "Crise de régime en Espagne",
comentaba los disturbios universitarios que acarrearon el
fin del experimento de Ruiz Jiménez, y pude hacer
hincapié, por vez primera, en la actividad del Opus
Dei.
VI
Si bien yo solía abordar los problemas por el lado
religioso, estaba lejos de limitarme a ésto y multiplicaba
las lecturas sobre todo el pasado inmediato de España.
El laberinto español, de Gerald Brenan, libro que
leí en su primera versión en inglés,
me aportó mucho. Este inglés, buen conocedor
de España e instalado desde los años veinte
en la Andalucía más profunda, analizaba con
gran perspicacia los problemas agrarios y las modalidades
españolas del anarquismo. En otra obra, L'Espagne
du Sud, de Jean Sermet, que leí también en
aquella época, volví a encontrar esta España
meridional evocada en sus contrastes con inteligente precisión.
Mi propia formación como geógrafo, alimentada
por mis peregrinaciones de un extremo a otro de la Península,
me llevó a recibir con una reseña elogiosa
en La Vie Intellectuelle, el Viaje a la Alcarria. Camilo
José Cela retomaba un género literario que
me era muy querido y que más tarde emplearían,
con evidente intención crítica, Juan Goytisolo
y otros muchos. Me vi así inducido a interesarme
más de cerca por la producción novelesca,
por aquella novela social entonces en pleno auge. Leí
La Colmena, pero también leí a Sánchez
Ferlosio y a Jesús Fernández Santos. "C.
J. Cela y la novela española contemporánea"
fue el título del artículo que publicaría,
en 1958, la prestigiosa revista Critique, de la que pronto
me convertí en colaborador habitual para los asuntos
de España. La novela, entendida como un documento
sobre el estado de una sociedad, me hizo remontarme en el
tiempo. Me sumergí en Galdós y, sobre todo,
descubrí con asombro la obra maestra de Clarín.
Por entonces, La Regenta se leía a escondidas en
España debido a motivos políticos y religiosos,
pero yo había localizado una edición argentina
en París. El primero de mis Cuadernos publicados
en Madrid sería un breve ensayo sobre el gran libro
de Clarín, pero para eso habría que esperar
a 1964.
Leer a Brenan me había permitido una mejor comprensión
de las extraordinarias dificultades de la situación
española en las vísperas de la Guerra Civil.
Ahora bien, yo acababa de terminar mi tesis doctoral en
una disciplina que en Francia se estaba desarrollando rápidamente:
la sociología electoral. Se me ocurrió aplicar
a España un método de investigación
que me era bien conocido, escogiendo el breve período
republicano, de 1931 a 1936, durante el cual habían
tenido lugar consultas electorales significativas. Esto
exigía innumerables lecturas y sus resultados no
se verían hasta después, pero comencé
a frecuentar las librerías especializadas de París,
situadas en pleno barrio latino, cerca del Palacio de Luxemburgo,
donde yo trabajaba. Por la tarde, al salir del trabajo,
entraba con frecuencia en la Librairie Espagnole de la rue
du Seine, de la que me convertí en habitual. Su importancia
como lugar de encuentro del hispanismo se ha puesto de relieve
en multitud de ocasiones. Antonio Soriano había sabido
atraerse tanto a representantes de la joven literatura peninsular
como a exiliados de distintas tendencias, instalados en
Francia o que vivían en América y estaban
de paso por Europa. Tuve así la oportunidad de conocer,
entre otros muchos, a Alejo Carpentier y sobre todo a Max
Aub, escasamente conocido en Francia y cuyas destacadas
facultades de novelista alabé en Critique. Manuel
Tuñón de Lara era uno de los pilares de la
librería, alrededor del cual se reunía una
tertulia que se convirtió en una auténtica
institución; en ella llevaba la voz cantante la izquierda
socializante y simpatizante del comunismo. Siendo francés
y no comprometido, yo permanecía al margen, pero
mantenía con Tuñón y su grupo excelentes
relaciones. La otra librería, radicada en la rue
Monsieur le Prince, tenía una orientación
política diferente. En ella dominaba exclusivamente
el espíritu libertario, pero también allí
el francés curioso por los asuntos de España
era muy bien recibido y encontraba su provisión de
libros. Con el paso de los años, se multiplicaron
mis relaciones con los españoles forzados por el
exilio a vivir en París. Algunos tuvieron una suerte
precaria, como aquel antiguo secretario general de las Cortes
republicanas a quien el Parlamento francés encargó,
para ayudarle, traducciones modestamente retribuidas, asunto
que fui encargado de organizar. También entré
en contacto con el Gobierno republicano instalado en París,
así como con los vascos, quienes publicaban un importante
boletín informativo que me hacían llegar.
Yo había conocido al Padre Olaso, alias Chanoine
Onaindía, un cura de fuerte personalidad cuyas emisiones
radiofónicas emitidas para España se siguieron
con interés durante mucho tiempo, pero que no sobrevivieron
a la IV República, pese a todos los esfuerzos de
los "gaullistas de izquierda", alertados por mí
en vano. En revancha, yo ignoraba la embajada de la avenida
Georges V, cuyo umbral no habría de franquear hasta
después de 1975. Sin embargo, sí frecuentaba
con asiduidad el Colegio de España, cuyo director
fue durante mucho tiempo Joaquín Pérez Villanueva,
"falangista liberal" cercano a Laín y Aranguren.
El período de 1958 a 1960 vio cómo España
emprendía poco a poco el camino de la modernización
económica, de lo cual daba yo cuenta en las crónicas
que continuaba enviando con regularidad a diversas publicaciones,
entre ellas la revista franco-alemana Dokumente y otros
medios extranjeros.
Tuve también una corta experiencia como enseñante
en el Centro de estudios e investigaciones españoles
e iberoamericanos, creado por monseñor Jobit en el
Instituto Católico. Me encargaron de iniciar a los
estudiantes en la Geografía, en el sentido más
extenso del término, del país que tanto había
recorrido. Pierre Jobit, autor de una importante tesis sobre
los krausistas, antiguo becario de la Casa de Velázquez,
conocía a mucha gente, tanto en París como
en Madrid. Un poco mundano, pero afectuoso y de espíritu
abierto, mantenía contactos con la embajada, cuyos
representantes asistían a las veladas del Instituto
Católico; yo advertía, sin sorpresa, el solícito
comportamiento de éstos con el alto clero...
En definitiva, como se ve, me mostraba ecléctico
en mis contactos, abordando siempre con prudencia determinados
temas con ciertos interlocutores. Lo hacía deliberadamente;
deseaba mantener mi posición de observador crítico,
sin hacer juicios apriorísticos ni excluyentes. El
incansable Ángel Trapero, debido a su cargo en la
UNESCO, fue para mí, durante esta época, el
más valioso de los intermediarios. A él debo
haber conocido a Antonio López Campillo, científico
libertario de múltiples talentos, que se había
visto obligado a marcharse de Madrid después de los
disturbios universitarios de 1956. Entablé con él
y con su esposa Évelyne, joven y brillante catedrática
de español, una relación de estrecha y confiada
amistad que habría de prolongarse en el tiempo.
VII
Volvamos al Madrid de los años 60, que yo visitaba
con frecuencia. Ya no era un principiante, sino un observador
poco conocido que contaba con una red de relaciones. Gracias,
una vez más, a José Luis Aranguren, esta red
se vio considerablemente ampliada al extenderse a una importante
editorial, Taurus, cuyo papel sobresaliente ha sido destacado
con justicia . La Banca Fierro, que financiaba Taurus, permitía
que sus colaboradores, que hacían fintas a la censura
y se inspiraban en un liberalismo multidireccional, adoptaran
una actitud de rechazo ante el conformismo y de apertura
al mundo que no tenía parangón en el Madrid
de entonces. En el reino de las ideas, Taurus publicaba
obras de Teilhard de Chardin y de Emmanuel Mounier, así
como de exiliados de renombre, desde Américo Castro
a Francisco Ayala. En el ámbito literario puro, la
editorial tenía sus puertas generosamente abiertas
a los jóvenes narradores.
El director de Taurus era por entonces Francisco García
Pavón, un novelista hoy demasiado olvidado. Escribía
libros de títulos significativos, Los liberales,
Cuentos republicanos, inspirados de un costumbrismo modernizado,
con una delicada ironía de la mejor condición.
Este manchego se había traído con él
a su paisano, Eladio Cabañero, autodidacta y un auténtico
poeta. También trabajaba en Taurus Jorge Campos,
antiguo "rojo" de infrecuente cultura, que jamás
recordaba sus penosas experiencias posteriores a 1939, pero
que visitaba regularmente a los veteranos, Baroja y Azorín,
y relataba las últimas habladurías del Café
Gijón o de la librería de don León
Sánchez Cuesta. Todos ellos me iniciaron en las pequeñas
peripecias de la vida literaria madrileña. Me los
encontraba por el barrio, en torno a las tapas de ritual,
junto a otro pilar de Taurus, Florentino Trapero, que se
convertiría en mi traductor habitual y en el más
fiel de los amigos.
En 1958, con los Cuadernos Taurus se creó una nueva
colección que haría mucho por el prestigio
de la editorial. Estas monografías de publicación
periódica disfrutaron pronto de una gran aceptación
entre el público instruido, y en 1970 se habían
publicado más de cien. Aranguren inauguró
la serie con un estudio sobre La ética de Ortega;
le siguieron grandes autores extranjeros, de Jaspers a Mauriac,
así como españoles, jóvenes y menos
jóvenes, desde Tierno Galván a José
María Castellet. Historia literaria, ciencias humanas
y religiosas... los temas abordados por Cuadernos eran muy
variados, con una atención constante a las nuevas
corrientes ideológicas, llegando en ello tan lejos
como las restricciones de la censura lo permitían.
En Cuadernos apareció en 1964 mi primer título
publicado en España: La Regenta de Clarín
y la Restauración. Le seguirían otros dos:
Miguel de Unamuno y la Segunda República, publicado
al año siguiente, y después, en 1969, un estudio
sobre Cruz y Raya, la revista de José Bergamín.
Al releerlos hoy, estos tres pequeños ejemplares
se muestran escritos con cierta premura y escasamente documentados;
tenían al menos el mérito, creo yo, de tocar
temas que era poco frecuente que se trataran en la España
de entonces...
¿Cómo no evocar la figura de Jesús
Aguirre, el artífice de Cuadernos Taurus? Tuve el
privilegio de mantener con él una relación
de estrecha amistad y de seguir el curso de un destino fuera
de serie. Quien se convertiría en duque de Alba era
un joven y brillante eclesiástico, también
muy unido a Aranguren, que me dispensó de inmediato
la mejor acogida. Fue alumno del Colegio Mayor César
Carlos, perfeccionó después su formación
teológica y filosófica en Alemania, y estaba
lleno de curiosidad por los asuntos franceses, de lo cual
daban fe las preguntas que me hacía. Jesús
Aguirre colaboraba por entonces con el padre Federico Sopeña
en la parroquia de la Ciudad Universitaria, y sus sermones
dominicales atraían no sólo a los estudiantes
sino también a un extenso auditorio ilustrado. Incisivo
y seductor, Jesús Aguirre se convirtió en
un personaje de moda, detestado por todos los ultras del
régimen; estaba introducido en círculos muy
diferentes, a los que tuvo la generosidad de permitirme
acceder con él. Su don de gentes pronto le llevó
a asumir la dirección de Taurus, convirtiéndola,
todavía más, en la editorial de vanguardia
por excelencia.
Entretanto, yo proseguía, tanto en París
como en Madrid, con mis investigaciones sobre las elecciones
a Cortes de 1931, 1933 y 1936, leyendo todo lo que se podía
encontrar sobre ese período. Frecuentaba con asiduidad
la biblioteca del Ateneo, cuya colección de periódicos
me suministraba los resultados detallados, aunque por desgracia
en ocasiones incompletos, de los tres escrutinios. Así,
en 1963, la Fundación Nacional de Ciencias Políticas
pudo publicar en París un estudio titulado La Deuxième
République Espagnole (1931-1936). Essai d'interpretation.
Fue un trabajo que se consideró pionero; revisado,
aumentado y traducido al español, apareció
en la Biblioteca política Taurus en 1967, con prólogo
de J. L. Aranguren. En el intervalo, Manuel Fraga Iribarne,
ministro de Información, había suprimido la
censura previa. Sin embargo, tuvimos dificultades a muy
alto nivel para que apareciera mi libro. Visité a
Carlos Robles Piquer, cuñado y colaborador del ministro,
quien me explicó amablemente que para no chocar frontalmente
con la susceptibilidad de los militares habría que
realizar algunas correcciones. Pudimos llegar a un acuerdo
y la obra pronto se encontró con su público.
VIII
En 1963 nació una nueva editorial española,
en esta ocasión en Francia, a iniciativa de intelectuales
en el exilio, todos en decidida oposición al franquismo.
Tenía como objetivo publicar una serie de libros
que discreparan sistemáticamente de la propaganda
oficial, y de una forma más generalizada, corrigieran
la versión parcial y deformada del pasado español
reciente, con frecuencia la única accesible al otro
lado de los Pirineos. Ruedo Ibérico publicó
así versiones españolas tanto del libro de
mi querido Brenan como de la bien conocida síntesis
de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil. Paralelamente, se
publicaban compilaciones más combativas que presentaban
con crudeza la realidad del momento, como el grueso volumen
titulado España hoy. Obviamente prohibidas en territorio
español, las producciones de Ruedo Ibérico
conseguían entrar de forma clandestina y tenían
una extensa circulación, creo yo, en los ambientes
universitarios. José Martínez, el alma de
Ruedo Ibérico, era un personaje fuera de lo común,
áspero, cáustico y poseedor de una rara independencia
de espíritu. Tenía un notable conocimiento
técnico en materia editorial y sabía dar una
presentación original y cuidada a todo lo que publicaba.
Nada excluyente en sus elecciones, recibía a representantes
de prácticamente todas las corrientes hostiles al
Régimen. Creo que fue el autor de uno de los primeros
títulos de Ruedo Ibérico, El mito de la Cruzada
de Franco, el erudito y pintoresco H. R. Southworth, un
hispanista americano residente en París, quien me
presentó a José Martínez y a su grupo.
A pesar de su postura militante, Martínez se adaptó
bastante bien a mi celosa libertad de opinión. Me
abrió las puertas de Cuadernos de Ruedo Ibérico,
revista que pronto empezó a publicar la editorial
y que contaba con las firmas más variadas. En noviembre
de 1965 entregué un primer artículo, dedicado
al parlamentarismo español anterior a 1936, tal como
lo había tratado en las crónicas de ABC, con
maligna perspicacia, el muy conservador W. Fernández
Flórez. En mi condición de funcionario del
Senado, el deber de mantener la discreción, al tratarse
de una publicación muy comprometida, y por añadidura
prohibida en España, me llevó a adoptar un
seudónimo; firmaba como Daniel Artigues, nombre y
apellido cuidadosamente escogidos para que no fuese posible
saber si el autor era francés o español...
En 1967 volvería a utilizar el seudónimo
para otro artículo publicado en la revista Esprit,
titulado, sin rodeos, "Qu'est-ce que l´Opus Dei?"
¿Cómo llegué a tratar en una importante
publicación francesa un tema tan delicado? Debo ofrecer
ahora una explicación. En los círculos que
yo frecuentaba en Madrid, se hablaba con frecuencia de la
Obra, como solía decirse, y, con razón o sin
ella, veíamos cada vez más su rastro por doquier.
Algo antes, el año en que fue separado de la Universidad,
Aranguren había afirmado, también en la revista
Esprit, que un estudio sobre el Opus Dei realizado "sine
ira cum studio" y documentado escrupulosamente sería
una gran contribución al mejor conocimiento de la
España de hoy. Tomé la temeraria decisión
de aventurarme a intentarlo, no sin antes recabar el consejo
del propio Aranguren y de Jesús Aguirre. La editorial
sería, inesperada y oportunamente, Ruedo Ibérico,
que lo publicaría en dos versiones, francesa y española.
El texto de Esprit fue un preludio a la aparición
del libro.
Me puse a trabajar de inmediato; evidentemente era imprescindible
llevar a cabo una extensa labor de investigación.
Había ya mucho escrito sobre el Opus y tuve que aplicarme
a una vasta búsqueda bibliográfica, tanto
en Francia como en España. Mi primer objetivo era
esclarecer la actividad política y religiosa de la
Obra en España desde su fundación; pronto
me di cuenta de que era inevitable considerar al Opus Dei
de una forma global, reubicando la creación de monseñor
Escrivá en el complejo marco de las organizaciones
eclesiásticas, para subrayar su especificidad. Mi
tarea no se veía simplificada. Debía también
mantener conversaciones directas con determinadas personas
que tenían reputación de estar bien informadas.
Deseo mencionar solamente a una, a quien le debo mucho:
Manuel Giménez Fernández. Antiguo líder
de la izquierda cedista, ministro de Agricultura con la
República y reconocido especialista en Bartolomé
de las Casas, se dedicaba a la enseñanza, después
de no pocas vicisitudes, en la Universidad de Sevilla. Más
democratacristiano que nunca, era un furibundo adversario
del franquismo en general y del Opus Dei en particular.
Vituperaba al Régimen, incluso en lugares públicos,
de una forma insólita para la época, hasta
el punto de preocupar a sus estudiantes, que lo adoraban.
Puso generosamente sus expedientes a mi disposición
y mantuvimos largas conversaciones. Me reuní también,
por supuesto, con antiguos miembros de la Obra, como José
Vidal Beneyto. Eludí, quizá equivocadamente,
entablar contacto con representantes del Opus, tanto en
Francia como en España, debido a las advertencias
que había recibido respecto a que mis preguntas no
obtendrían más que respuestas evasivas o estereotipadas.
Todo ello dio como resultado un libro del que aparecieron
dos ediciones sucesivas, la primera en 1968, con dos versiones,
francesa y española, y la segunda, revisada, aumentada
y únicamente en español, publicada en 1971.
Al retomar ahora, transcurridos más de treinta años,
este volumen de 250 páginas repleto de datos dedicado
a "José Luis Aranguren, español ejemplar",
experimento sentimientos encontrados. Me supuso mucho esfuerzo
y, a pesar de las prohibiciones, pudo tener difusión
entre los lectores españoles sin demasiados problemas.
Tuvo una favorable acogida en los sectores de opinión
reticentes con respecto al Régimen. En cambio, el
Opus Dei mantuvo un absoluto silencio, evitando mencionar
la existencia del libro, actitud en la que se ha mantenido
hasta el día de hoy. Indudablemente, lo enfoqué
con una deliberada perspectiva crítica, pero, creo
yo, sin excesos polémicos, aunque en su momento los
enemigos encarnizados de la Santa Mafia me acusaron incluso
de complacencia. De cualquier modo, al escribir en 1999,
tengo que insistir en el hecho de que el Opus Dei ya no
es en la actualidad lo que era hacia 1970, y que ahora me
guardaría de emitir al respecto el menor juicio global.
Pienso también que fue un error de método
haber querido descifrar los sucesivos estatutos de la Obra
y, además, haberme empeñado en la arriesgada
tarea de caracterizar su religiosidad específica.
Un segundo y fundamental error procede del intento de establecer
una relación entre el Opus Dei y la Institución
Libre de Enseñanza, que tuve siempre en mente.
Al seguir de cerca la incesante lucha de influencias para
obtener cátedras universitarias, por el control del
Consejo Superior de Investigaciones Científicas y
del Ateneo, impresionado por la fundación de la Universidad
de Navarra, consideré al Opus como una forma de "contrainstitución"
de rigurosa inspiración católica, que buscaba
suplantar la obra de Francisco Giner de los Ríos.
Hoy opino que el Opus no deseó, o no pudo, emprender
semejante operación. Sus esfuerzos pronto se encauzaron,
y con éxito, hacia otro terreno, el de la política
económica y la alta administración. Ullastres
y López Rodó, tan influyentes en la vida pública,
ganaron a Suárez Verdeguer, Albareda o Pérez
Embid, que pasaron a un segundo plano. Como Aranguren quiso
decirme por escrito al final de su vida, los capítulos
dedicados a las ambiciones universitarias e intelectuales
del Opus de 1959 a 1960 continúan siendo válidos
al tener una información de primera mano. Se me permitirá
que no vaya más allá y pase la página.
IX
La preparación del libro sobre el Opus no me impidió
continuar informando sobre la actualidad política
y literaria española en diversas publicaciones francesas,
entre ellas en Signes du temps (la revista de los dominicos
que había tomado el relevo de La Vie Intellectuelle),
en La Quinzaine Littéraire e incluso en Le Monde.
En este periódico, entre otros, se publicó
un artículo dedicado a Juan Goytisolo, estrella en
ascenso de las letras españolas que tuvo la suerte
de ser traducido muy pronto. 1963 vio la reaparición,
en Madrid, de la prestigiosa Revista de Occidente, donde
se reunieron, en torno a los discípulos de Ortega,
muchas firmas conocidas. Yo entregué varias reseñas
a la Revista y fui bien recibido en la calle Bárbara
de Braganza por los fieles del maestro, mantenedores de
una ideología liberal que emergía de nuevo
con prudencia a la superficie. Tuve oportunidad de visitar
a uno de los representantes de esta corriente de pensamiento,
perteneciente a una generación anterior: Ramón
Pérez de Ayala. Envejecido, con maneras inglesas
y olvidado, parecía, después de recorrer un
sinuoso itinerario político, regresar a sus antiguas
convicciones, y había firmado uno de los manifiestos
de intelectuales contra la violencia policial, frecuente
y significativa durante esos años. Como es sabido,
la solidaridad de que hizo gala Aranguren en 1965 con las
asambleas de estudiantes le valió la expulsión
de la Universidad, junto con otros profesores. Esta sanción,
y las consecuencias de todo género que entrañó
para él y los suyos, vino a reforzar aún más
nuestros lazos. Recuerdo también haber estado en
Madrid en el momento de una de las numerosas detenciones
de Dionisio Ridruejo. Aún puedo ver el piso de la
calle de Ibiza invadido por una pequeña multitud
de amigos esforzándose en reconfortar a Gloria Ros,
la esposa del antiguo jefe falangista convertido en uno
de los líderes de la oposición.
Fuera de España, me interesaba la escuela histórica
que se estaba constituyendo en Oxford en torno a Raymond
Carr, y que suponía una renovación de nuestra
visión de la España atormentada y desgarrada
de los siglos XIX y XX. Para acercar el gran libro de Carr
al público francés, publiqué a partir
de 1969, en dos números sucesivos de Critique, una
extensa presentación de la obra. Carr se reconocía
deudor de Brenan en todo lo relativo a las clases populares.
Un encargo editorial me permitió aportar mi modesta
contribución a la historia social de los últimos
cien años, bajo la forma de un pequeño volumen
titulado Anarchistes d'Espagne, que se publicó en
1970. Este breve texto aludía extensamente a las
fuentes literarias, de Baroja a Victor Serge y George Orwell,
y se beneficiaba del valioso concurso de mi viejo amigo
Gilles Lapouge, periodista y escritor, que firmaba el libro
conmigo. En el libro se reconocía la elegancia literaria
del coautor. En 1971, este ensayo de "psicología
histórica" se pudo traducir al español
y apareció en una colección de libros de bolsillo.
Fue muy leído, por lo que yo sé, sin duda
porque abordaba, de forma superficial, quizá, pero
sin apasionamiento, un tema hasta entonces "vedado".
A decir verdad, mi interés por el pasado reciente
de España se dirigía cada vez más hacia
las vicisitudes del liberalismo burgués en sus diferentes
modalidades, tanto moderado como progresista. Se comprenderá
que, a raíz de su aparición, comprara en París
los gruesos volúmenes de las Obras Completas de Manuel
Azaña, que Juan Marichal consiguió editar
en México, enriqueciéndolos con comentarios
todavía hoy irreemplazables. Fueron una auténtica
revelación, y la figura del hombre que encarna, mejor
que nadie, la República de los años 1931-1936
se convirtió, en lo sucesivo, en uno de mis temas
primordiales de reflexión y de estudio. Volveré
sobre ésto. Por otra parte, desde 1970 se celebraban,
a iniciativa de Manuel Tuñón de Lara, encuentros
anuales franco-españoles de especialistas de la España
moderna. Tenían lugar en Pau, con una perspectiva
interdisciplinar que iba desde la historia económica
hasta la de las ideas políticas o de la cultura.
Estos encuentros tuvieron gran éxito y disfrutaron
de una audiencia creciente. Yo participé con regularidad
en ellos a partir de 1973, lo que tuvo consecuencias beneficiosas
que debo reseñar. Hispanista situado "fuera
del medio", no tenía más que escasas
relaciones con el ambiente universitario, aparte del ilustre
Pierre Vilar, quien me había animado en mi trabajo
en varias ocasiones. Pude así entrar en contacto
tanto con el ala activa del hispanismo francés como
con jóvenes enseñantes españoles, a
bastantes de los cuales les estaba reservado un brillante
porvenir.
Fue mi amiga Évelyne López Campillo quién
me condujo hasta Pau. Nos acompañaba su esposo, Antonio,
que aun no siendo historiador, aunaba su pasado de militante
y sus posiciones inconformistas con un profundo conocimiento
del marxismo, lo que hacía de él un interlocutor
con frecuencia discutido, pero siempre escuchado.
Antonio López Campillo tomaba parte en las sesiones
de trabajo, pero sobre todo en los debates que había
a continuación, por la noche, en las cervecerías
de Pau; su verbo encendido y su habilidad para la dialéctica,
hacían maravillas durante las justas de oratoria
amistosa, que a veces se prolongaban hasta muy tarde. Podría
citar muchos nombres de los españoles que conocí
en Pau, pero solamente mencionaré uno, el de José
Carlos Mainer, futuro autor de La Edad de Plata, hoy convertido
en especialista indiscutido de las relaciones entre literatura
y sociedad. Éste fue el campo de investigación
que abordamos Évelyne López Campillo y yo
en Pau, donde presentamos una ponencia conjunta sobre "La
radicalización de los intelectuales durante los años
1933-1936", que anunciaba un librito que habríamos
de firmar juntos, en 1978, Los Intelectuales durante la
República.
X
Mientras tanto, con sacudidas intermitentes, sobre las
cuales no hay lugar para detenerse aquí, el franquismo
atenuaba las trabas en materia de libertad de expresión.
Prueba de ello fue la aparición de nuevas revistas
que tenían un trasfondo ideológico bien distinto,
baste mencionar Cuadernos para el Diálogo y Triunfo.
Aunque no sin dificultades, se pudieron publicar testimonios
de importancia política, como por ejemplo el de Gil
Robles, No fue posible la paz, del que yo hice una reseña
rigurosa en Cuadernos de Ruedo Ibérico. Se iba instalando
lentamente un ambiente de fin de régimen, algo en
lo que yo hacía hincapié en las crónicas
que publicaba en el diario católico La Croix, mientras
continuaba con las cartas para Critique o La Quinzaine Littéraire.
Se me reconocía, en suma, y lo digo sin vanidad alguna,
un numeroso público tanto en París como en
Madrid. Los directivos de Taurus llegaron incluso, lo recuerdo
por simple gratitud retrospectiva, a organizarme una cena-homenaje
en un reservado de Lhardy, a la que asistieron, entre otros,
Pedro Laín, José Antonio Maravall y el afectuoso
padre Federico Sopeña.
Sin embargo, tampoco escapaba a los ataques personales.
Hubo uno que me tomo la libertad de recordar porque excedió
mi propio caso. En Triunfo, el medio, digamos, de "oposición"
sin duda más leído, José Bergamín
la emprendió con dureza contra mí. Yo lo había
visitado con ocasión de su primer regreso del exilio,
en 1968, y todo había discurrido perfectamente; poco
después, publiqué un Cuaderno Taurus sobre
Cruz y Raya, la primera monografía acerca de una
de las revistas más significativas de los años
republicanos, fundada por Bergamín en 1933. Había
entregado, también, una nota elogiosa a La Quinzaine
Littéraire, reseñando una compilación
de sus textos traducidos al francés y con un prefacio
de Malraux. Ahora bien, con ocasión de la aparición
de una antología de Cruz y Raya, Bergamín,
en una entrevista publicada por Triunfo en julio de 1974,
expresaba juicios severos sobre mi librito de 1969. Estaba
en su derecho, pero resultaba desmesurado al retratarme
como un teórico de gabinete que sólo tenía
conocimientos librescos sobre España, parecido en
ello, decía, a tantos franceses eruditos que generalizan
sin tomar contacto con la realidad. Repliqué con
aspereza, en Triunfo, el mes de septiembre, recordando mis
numerosas estancias al otro lado de los Pirineos. Bergamín
volvió a la carga con más fuerza en octubre,
de nuevo en Triunfo, atacando la "vanidad" de
todos los hispanistas, sobre todo aquellos que, como yo,
no eran más que "aficionados" y ni siquiera
eran profesores universitarios. Toda esta polémica
me parece en la actualidad lejana y fútil. Hubiera
debido recordar, en su momento, que la furia de Bergamín
se dirigía contra una persona cercana a Aranguren
y que era notorio que entre ambos no existía ningún
aprecio .
XI
Pero la figura por la que me sentía cada vez más
atraído era la de Manuel Azaña. Tuve la suerte
de descubrir, en una librería de viejo madrileña,
un ajado ejemplar del libro bastante asombroso que le había
dedicado, en 1932, Ernesto Giménez Caballero. En
una nueva revista, muy abierta y de elevado nivel, Sistema,
que dirigía mi amigo Elías Díaz, uno
de los mejores conocedores de los movimientos ideológicos
en la España contemporánea, publiqué
en julio de 1974 un extenso estudio sobre esta obra, entonces
olvidada. Fue mi primer trabajo sobre Azaña, al que
seguirían otros muchos, y deseo detenerme ahora sobre
los motivos, jamás desmentidos, de mi fervor "azañista".
He adquirido todas las obras más importantes sobre
Azaña y continúo coleccionando los artículos
referidos a él. Tengo para esto muchas razones, algunas
personales. Desde el comienzo de mis estudios universitarios,
me interesé por el problema de las relaciones, diversas
y complejas, entre el mundo de las letras y el de la política.
Albert Thibaudet, el gran crítico de la Nouvelle
Revue Française, trataba el tema con frecuencia en
sus célebres "Réflexions", que se
publicaron mensualmente hasta su muerte, en 1936, y que
yo leía con pasión. Más tarde, mi trabajo
como bibliotecario del Senado me hizo vivir en el corazón
del mundo parlamentario y tener frecuentes contactos con
personalidades políticas de todas las procedencias
y partidos. Con Azaña, me encontraba en presencia
de un caso excepcional: el de un hombre de letras de la
cabeza a los pies, que se impuso de pronto, en un momento
crucial, en la vida pública de su país. No
solamente demostró unas dotes oratorias poco comunes,
sino que, además, este arquetipo del intelectual
conquistado por la política se obligó, al
llegar al poder, a una tarea sin equivalente, por lo que
yo sé, entre los gobernantes europeos de su tiempo.
Prácticamente cada noche, desde el verano de 1931,
Azaña, ministro primero y luego presidente del Gobierno,
dejaba escrito sobre el papel lo que había sido su
jornada; como señala con justeza Juan Marichal, prácticamente
cada noche, el hombre público, de ser parte actora,
se convertía en autor de memorias históricas
y cronista, un cronista minucioso, mordaz, que iluminaba
sin miramientos la parte oculta de la vida política.
Publicados inicialmente sólo en parte, los Diarios
de Azaña, están hoy, como es sabido, al alcance
de todos. Yo me sumergí en ellos, desde su aparición,
con enorme interés. Fue sobre todo su lectura lo
que me convirtió, me atrevo a decir, en algo así
como un especialista francés en "azañismo"
cuyos trabajos tuvieron buena acogida por parte de sus pares
españoles y por el primero entre ellos, Juan Marichal.
Sin embargo, todos mis estudios posteriores sobre Azaña,
como, por ejemplo, el dedicado a Fresdeval, su gran novela
inacabada, aparecieron en otra España, la de la democracia
reencontrada; se publicaron después de 1975 y de
la muerte de Franco. Con relación a esto último,
La Croix me encargó la necrológica, y mi largo
balance de la carrera del Caudillo, hecho sin la menor complacencia,
llevó por última vez la firma de Daniel Artigues.
XII
Esta relación de mi pasado de hispanista, que he
querido sincera y completa, se remonta a lejanos orígenes
pero se detiene en 1975, y debo explicar por qué.
Con la perspectiva que da el tiempo, he tomado conciencia
de que hasta aquella fecha había disfrutado de lo
que podría denominarse "las rentas de la situación".
De nacionalidad no española, extremadamente celoso
de mi libertad de opinión, a salvo tanto de las exigencias
de una carrera universitaria como de las obligaciones de
un profesional de la escritura, mi situación terminó
siendo singular. Pude utilizar mi pluma con toda independencia
para dar cuenta de lo que veía o leía, teniendo
a veces un papel precursor. Todo ello, mientras los españoles
que vivían en España padecían unas
condiciones muy duras, que se fueron mitigando pero sólo
de forma progresiva, y que no desaparecerían por
completo hasta 1975, con la muerte de Francisco Franco.
Después, continué con mi actividad de hispanista
pero sin beneficiarme ya de esta especie de estatuto de
privilegio, en comparación con los españoles
del interior, que a partir de entonces han recuperado la
plena normalidad democrática. He escrito estas páginas
pensando en estos españoles, y también en
los otros, en los del exilio. Tengo la sensación
de pagar una parte de mi deuda con ellos, ya que soy deudor
por muchas cosas y de mucha gente, tanta como diversos fueron
mis acercamientos a su país.
Es un lugar común, o un ejercicio obligado, poner
de relieve las inmensas diferencias que existen entre la
España de hoy y la de la primera mitad del siglo.
No será necesario, pues, oponer de forma simplista
lo que fue la España de Unamuno, con lo que habría
de ser la España de Almodóvar. ¿Se
quiere un único ejemplo? En el medio que me resulta
más familiar, el del ámbito de la historia
política y de la historia de la cultura, la variedad
y la calidad de lo que se ha publicado en España
con ocasión de cumplirse el Centenario del 98 dan
fiel testimonio de una permanencia en la vitalidad.
Jean Bécarud
Traducido por Marga González
(Revisado por Federico Romero)
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