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Boletín de la INSTITUCIÓN LIBRE de ENSEÑANZA
núms. 39

EL ITINERARIO DE UN HISPANISTA EN ÉPOCA DE FRANCO

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n los años treinta, por razones familiares, y durante muchas temporadas consecutivas, disfruté de mis vacaciones de verano en la montaña, tradicionales para los niños de la Provenza, no en los cercanos Alpes, sino en los Pirineos. Me hechizaban la vegetación, los bosques, las aguas inquietas de la región de Luchon y, además, detrás de las crestas dentadas y azules, se encontraba otro país, España. Tres sílabas musicales que pronto excitaron mi imaginación haciéndome soñar con pisar una tierra extraña que adivinaba profundamente diferente de Francia y a la que yo revestía de un encanto hasta cierto punto mágico. Luchon se comunica con el Valle de Arán por el asequible puerto del Portillón. Me hacían subirlo a pie, y así fue como, en 1933, un niño de ocho años pudo alcanzar la frontera, dar algunos pasos más allá de la línea simbólica y divisar los tricornios acharolados de los primeros guardias civiles...

I

Después de esta precoz aunque fugitiva visión de un país entonces republicano, los acontecimientos de 1936 pronto atrajeron hacia España la atención de mi entorno. Se hablaba de levantamiento militar, se reprobaban las matanzas de curas. A decir verdad, yo permanecía bastante al margen de todo aquello. ¿Tenía, ya entonces, una cierta reticencia a dejarme influir, o sería simplemente consecuencia de mis preocupaciones escolares al estarse acercando el bachillerato? Por otra parte, ni siquiera el éxodo masivo de 1939 despertó sino un débil eco en mi colegio religioso de Aix-en-Provence, que en otro tiempo lo fue de Charles Maurras y que ahora tenía, por el contrario, simpatías democratacristianas. Con la guerra, la derrota y los duros años de la ocupación alemana, la imagen de España se difuminó. Sin embargo, sí recuerdo haberme dado cuenta, no sin cierta sorpresa, de que fue Lequerica, el embajador de Franco, quien actuó como intermediario en las negociaciones del Armisticio de 1940. Al año siguiente, el azar quiso que yo estuviera en mi ciudad natal cuando la atravesó el imponente cortejo de coches que conducía al Caudillo desde la frontera con Italia, donde se había encontrado con Mussolini, hasta Montpellier, donde debía verse con el Mariscal Pétain.

Sin embargo, mi interés por España no se despertó y asentó hasta 1945, en París. Como alumno de la Escuela de Ciencias Políticas, tuve que escoger una segunda lengua viva, junto con el inglés. Opté por el español, ya que me agradaba la sonoridad del castellano; intentábamos hablarlo y traducíamos textos literarios. Uno de ellos me impresionó; se trataba de una página de Pío Baroja que evocaba, con mucho verismo, la Cuenca del siglo pasado. Sentía que confirmaba mi idea de que España era, en efecto, un país diferente. Continuaba siéndolo, aunque por razones distintas, a juzgar por su régimen y por su proceder durante el conflicto que estaba terminando.

La prensa, de nuevo libre, se ocupaba naturalmente de la Guerra Civil y se pudo también proyectar, por fin, La esperanza, la película rodada in situ por Malraux, basada en su célebre novela. Yo la vi, un día por la tarde, en un cine de los Campos Elíseos. Fue un flechazo. Por primera y única vez en mi vida, no me moví de mi asiento, para no perderme la sesión siguiente. De pronto, la guerra de España se me ofrecía en su dimensión de episodio fundamental de la historia contemporánea. Hasta ese momento sólo había leído algo a Malraux; entonces me sumergí en la lectura de La esperanza, para después pasar a Hemingway y a Por quién doblan las campanas. Leí otras obras que me permitieron percibir con bastante rapidez la situación española en los años treinta, y que incitaron en mí el deseo de saber más.

Sin embargo, por entonces yo daba mis primeros pasos profesionales en el Senado y sentía curiosidad por conocer Inglaterra, provocada por los libros de André Maurois, desde Los silencios del coronel Bramble hasta Disraeli, que había devorado en mi adolescencia. Varias estancias al otro lado del canal de la Mancha me permitieron apreciar los paisajes del Lake District y callejear por Londres. Este intermedio inglés coincidió con el ostracismo internacional que afectó a la España franquista y con el cierre de la frontera franco-española. Cuando se reabrió, en 1950, me volví a acordar de España. ¿Por qué no ir de inmediato a este país que continuaba atrayéndome?

II

Al comienzo del otoño de 1950, emprendí camino hacia Barcelona, vía Puigcerdá. Conservo un recuerdo muy vivo de este viaje, en un tren repleto en el que había escasos extranjeros y donde reinaba una calurosa promiscuidad, totalmente mediterránea. También mediterránea se me reveló Barcelona, ciudad que visité como un turista concienzudo, más amplia y mejor construida que Marsella; y, al menos en apariencia, igualmente alegre, teniendo en cuenta las condiciones de vida, que se advertían difíciles.

Había decidido pararme a mi regreso en la Costa Brava, donde escogí el pequeño puerto de Blanes para pasar algunos días. Allí, mejor que en Barcelona, percibí por vez primera el retraso del país y me di cuenta de cómo cualquier viaje por España tomaba un cariz de viaje al pasado. Conocía bien Bandol o Sanary, lugares de la Provenza en todo similares a Blanes. Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias! Uno se veía transportado varias décadas atrás, con las calles sin asfaltar, sin coches. Para trasladarse de una cala a otra, los pocos veraneantes tardíos, todos buenos burgueses de Barcelona, empleaban el caballo, al menos los más jóvenes. Al lado de mi pequeño hotel, frente a la playa, había una farmacia cuyo propietario reunía al caer la noche a varios amigos y sacaba sillas para la tradicional tertulia . Pronto animaron a este joven francés solitario, que chapurreaba un poco de español, a unirse a ellos. La conversación era bastante superficial, pero se insistía con frecuencia sobre lo que significaba para España el regreso de visitantes extranjeros. Tan inmediata sociabilidad me llamó la atención, de la misma manera que, en otro terreno, las señales de respeto prodigadas al clero. En el camino de regreso, inmediatamente antes de la salida, al cochecito que me conducía a la estación vecina se subió un cura, que fue recibido con solícitos saludos e instalado en el mejor asiento...

Me traje de este primer y rápido contacto la impresión de un país meridional simpático y retrasado, bastante cercano a mi Provenza natal, que merecía ser mejor conocido, puesto que su situación política, al menos tal y como la percibía un visitante que por entonces no sentía un interés prioritario por ella, parecía relativamente estabilizada. Sin embargo, ¿era Cataluña la auténtica España? ¿No sería a Castilla y a Madrid adonde debería dirigirme? Tenía, de forma confusa, esa sensación. Con ocasión de un segundo viaje, el año siguiente, se produjo el choque decisivo. Siempre he sido enormemente sensible tanto a la diversidad de paisajes como a la variedad de ambientes urbanos. Mis estudios, de geografía al tiempo que de historia, no habían hecho más que desarrollar esta disposición natural. Mi primer encuentro con la meseta, en el mes de junio de 1951, entre Burgos y Valladolid, permanece inolvidable. Me dirigía a Madrid en etapas cortas y había tomado un correo con antiguos vagones de madera dignos de un western. Desde la plataforma, el lento convoy me permitía contemplar en toda su extensión, bajo un sol de fuego, inmensos espacios grises u ocres, con escasas manchas de vegetación; resultaba muy diferente de las risueñas campiñas de Tours o de Poitiers por las que había pasado en días anteriores; aquí y allá, pueblos terrosos, agrupados en torno a su campanario, eran lo único que recordaba la presencia del hombre, sin que hubiera ninguna otra construcción, sin granjas aisladas, y dominándolo todo, una luz de una limpidez sin parangón. En cuanto a las poblaciones, cada una tenía su propia personalidad, pero ninguna me impresionó tanto como Ávila, donde me encontraba el 24 de junio, día de mi santo. Se sentía uno proyectado fuera del tiempo; no había ningún turista, yo era el único huésped alojado en mi hotel, que estaba frente a la catedral. Encorsetada por sus murallas, Ávila daba la impresión de no haber cambiado en siglos. Al deambular por sus calles, prácticamente vacías, entreteniendo la vista en los vastos horizontes que descubría más allá de las murallas, me sentí conquistado. Aún hoy, me siento retrospectivamente impresionado por aquella exaltación estética que me hacía relegar a un segundo plano todo lo relativo a la política, incluido un acontecimiento tan formidable como lo había sido la Guerra Civil. Me parecía que la página estaba pasada. El país había recuperado su cara inmutable. Mi estancia en Madrid no hizo que me cuestionara esta percepción del régimen como una especie de hecho dado. Apenas me movía fuera del centro y me encontré de inmediato a mis anchas en una ciudad animada, viva; los ciegos vendían billetes de lotería, los vendedores ambulantes ofrecían cigarrillos sueltos y, en ocasiones, pan blanco de estraperlo; se notaba que la vida cotidiana debía de ser precaria para muchos, pero la animación de la capital, que tanto contrastaba con el letargo de Ávila, era más fuerte que todo lo demás. Después de Madrid, Toledo, tan festejada por los viajeros extranjeros, no me dejó imágenes con tanta fuerza como las que me evocaba Castilla la Vieja.

III

Todo esto cristalizó, podría decirse, al regresar a Francia. Había nacido una vocación; fui presa de una pasión por un país que, al no encontrarse ya en la sociedad de las naciones, distaba de estar de moda. En primer lugar decidí aprender lo mejor posible la lengua (método Assimil, unido al estudio sistemático de la gramática). Después comencé a iniciarme en la literatura, orientándome hacia las obras contemporáneas; entre ellas, en primer lugar, los libros de viajes, en particular los de Unamuno, que evocan tan bien Castilla. A ésto le siguió la poesía, Lorca y sobre todo Antonio Machado; podría haber elegido peor, aunque Cervantes y el Siglo de Oro me atraían menos. Aún hoy lo lamento. No dejé de lado la música popular, el flamenco, ni siquiera los toros. Empecé a formar una biblioteca de obras sobre España en francés, español e inglés. Después, a partir de 1952, siempre que las circunstancias me lo permitían, cruzaba la frontera en busca de los contrastes de un país cuya extrema diversidad había captado rápidamente. Al mismo tiempo, cada vez era más consciente de los enfrentamientos que habían marcado su historia y cuyas señales notaba por todas partes.

Se abrió así, entre 1952 y 1961, año en que mi boda cambió mi ritmo de vida, una etapa de repetidos viajes, unos veinte, si mal no recuerdo, cuyo carácter debo precisar. Se trataba de una exploración casi metódica del territorio español y sus regiones, tan diferentes entre sí. Sin olvidar las grandes ciudades, di prioridad a las pequeñas localidades de provincia donde la huella del pasado se había conservado mejor. De Galicia a Andalucía, de Aragón a Extremadura, recorrí en todas las direcciones, durante diez años, la totalidad de la Península, siempre sensible a su originalidad, siempre invadido por la sensación de haber cambiado totalmente de país. Viajaba casi siempre solo, salvo a lo largo del verano de 1954, cuando, anhelando compartir mi entusiasmo, arrastré a algunos amigos íntimos a realizar un largo viaje en automóvil que nos condujo desde el Levante valenciano hasta la costa cantábrica.

Lo primero era el ritual de pasar la frontera, con frecuencia por Irún, con el corazón encogido por entrar en un territorio que no era "como los demás", y también por el riguroso control de equipajes que llevaban a cabo carabineros. A continuación, y gracias al cambio favorable, el compartimento del expreso del sur, evocador de Valéry Larbaud, con su marquetería lujosa, pero tronada, y después de un trayecto nocturno y traqueteante, el despertar por Ávila o El Escorial, para finalmente llegar a un Madrid que aún carecía de auténticos suburbios residenciales. Pero no viajaba únicamente en trenes de lujo. Durante todos aquellos años, cuántas horas no habré pasado en vagones bamboleantes, con la frente pegada al cristal de la ventanilla, impregnándome del espectáculo de la ancha y triste España. Recuerdo como uno de los viajes más característicos el trayecto de Valladolid a Soria a bordo del Shanghai, un expreso, famoso en su tiempo, que enlazaba -con lentitud- La Coruña con Barcelona. Pero no era menos sensible a la melancolía céltica de la ría de Noya, o a la gracia de los "pueblos blancos" andaluces. Pude hacerme así con un verdadero archivo de imágenes de una vieja España que en parte hoy ha desaparecido; imágenes en el más estricto sentido de la palabra, ya que tomaba fotografías apasionadamente, multiplicando los negativos de plazas con arcadas y de fachadas platerescas. Por ejemplo, conservo una serie de fotografías de Cuenca que se han convertido en documentos de época, donde se la ve tan adormecida como la evocaron Baroja y Pérez de Ayala, con burros subiendo por callejuelas empinadas entre casas arruinadas que albergan hoy en día los talleres de pintores de moda.

Tras el descubrimiento de Castilla, el de Andalucía fue igualmente memorable. Había llegado por mar a Cádiz, procedente de Marsella, y desde ahí me dirigí a Sevilla en tren. El trayecto de la estación al hotel, "barresiano" , se realizaba en una antigua calesa asaltada por jóvenes que vendían jazmín. Más que Sevilla, fue Córdoba, más reservada y tan cercana todavía a Mérimée, la que me hechizó. Cierto es que, gracias a unos conocidos españoles de París, pude conocer allí a un joven pintor entonces desconocido, Antonio Povedano, que habría de convertirse en un artista conocido y en el mejor de los amigos. Simpatizamos de inmediato y, a través de él, entré verdaderamente en contacto, por primera vez, con un pequeño círculo de gente cultivada, algunos de ellos mitad periodistas, mitad poetas, algo frecuente por entonces en muchas ciudades de provincia. Había encuentros regulares en ciertos momentos del día, unas veces en tabernas, otras en grandes cafés, pero siempre con una clientela exclusivamente masculina. Povedano, que por razones de carácter geográfico se había visto movilizado del lado de Franco, no hablaba jamás de sus experiencias militares. Sin embargo, a veces se unía a nuestro grupo un viejo boticario, mucho mayor, antiguo alcalde republicano de un pueblo de los alrededores, que había pasado varios años en la cárcel. Respetado por todos, mostraba en su comportamiento y en sus palabras una prudencia un poco temerosa que me hacía adivinar los dramas que habían trastornado tantas vidas. Fue ésta una de las ocasiones en que la fractura, invisible pero siempre presente, entre los antiguos "rojos" y los otros se me reveló en su realidad cotidiana, pese a que la política no tenía apenas lugar en nuestras conversaciones. Tuve oportunidad de volver en bastantes ocasiones a Córdoba, incluso de ser recibido por el obispo, un dominico vestido de blanco, muy profranquista en otro tiempo, ahora reconvertido a la acción social y a la construcción de viviendas a precios económicos. Debo decir que este poderoso personaje, rodeado de pompa, se mostraba amable y más bien comedido en sus palabras.

Povedano me hizo visitar las grandes aglomeraciones mitad urbanas, mitad rurales, de la provincia: Baena, Lucena, Priego, visibles desde muy lejos a través de las extensiones monótonas de la campiña, con sus largas calles de casas cuidadosamente blanqueadas, sus palacios señoriales y sus acogedores casinos. Tuve la oportunidad de ver la aldea donde todavía vivían los padres de mi amigo, su humilde y aseada casa campesina, con una sala común que los animales debían atravesar para llegar a la cuadra. Antonio, cercano a la tierra, se preocupaba por los problemas agrarios, y gracias a él pude ver, sin intermediarios oficiales, uno de esos pueblos de nueva planta creados por el Instituto Nacional de Colonización en nuevas zonas de regadío, algo que era entonces bastante excepcional para un extranjero.

IV

Simultaneándola con estos viajes, yo proseguía en París mi extensa investigación sobre el pasado y el presente de España, a la que pronto encontré la aplicación que necesitaba. Desde hacía tiempo yo tenía contactos personales con los dominicos, visitaba con frecuencia su editorial y conocía sus diversas publicaciones. La más importante de todas, La Vie Intellectuelle, había representado un importante papel, junto al semanario Sept, en el torbellino de polémica que la guerra de España había suscitado entre los católicos franceses. Cercanas a Mauriac y a Maritain, las revistas de los dominicos habían apoyado la causa vasca y manifestado expresamente sus reservas respecto al concepto de "guerra santa" y el apoyo que Franco había recibido de muchos católicos. Quince años más tarde, La Vie Intellectuelle, donde yo había comenzado a colaborar, rara vez se manifestaba ya sobre España. Cierto que el Régimen franquista había sobrevivido a la Guerra Mundial y al boicot internacional, y que, encerrado en sus convicciones, aparentaba solidez. Todo un sector de la opinión francesa lo constataba sin hacerse más preguntas, o incluso lo veía con complacencia, más o menos abiertamente. Para la izquierda, el mito de la guerra de España permanecía muy vivo, y producía en bastantes personas un rechazo deliberado a visitar el país de Franco. Las escenas y diálogos de La esperanza conservaban toda su fuerza, para mí el primero, pero yo ahora las reubicaba mejor en su contexto histórico; conocía lo suficientemente bien el país y su pasado reciente para no hacerme, a mi vez, bastantes preguntas. Una de ellas, fundamental, me afectaba personalmente. Si yo hubiera sido, durante el verano de 1936, un joven católico español de espíritu abierto, que los había, ¿cuál habría sido mi opción en el clima de extrema tensión reinante entonces? Junto a la indiscutible y brutal ola antirreligiosa, habían intervenido tantos factores, algunos circunstanciales o de tipo exclusivamente local, que me resultaba imposible determinar cuál habría sido mi elección o de qué lado me habría encontrado. Había, por tanto, que evitar todo maniqueísmo sumario, y a esto decidí atenerme.

Por otra parte, cuando me encontraba en España observaba y escuchaba, y a pesar de la prudente reserva con la que entonces era costumbre hablar, en casa de mis amigos de Córdoba, por ejemplo, yo vislumbraba divergencias, que volvía a encontrar al leer los periódicos. Cada vez me parecía más evidente que la propia omnipresencia católica, aunque generalizada y con frecuencia pesada, no era monolítica. Una revista como La Vie Intellectuelle, uno de cuyos principales objetivos, muchas veces recordado por su director, el padre Maydieu, consistía en hacerse eco de las distintas corrientes por las que atravesaban el catolicismo más allá de nuestras fronteras, debía mirar de nuevo hacia España; había una transformación en curso, era preciso prestar atención e informar. Dos obras, publicadas en 1948, me dieron esa oportunidad: España como problema, de Pedro Laín Entralgo, y España sin problema, de Rafael Calvo Serer. Su atenta lectura me confirmó que la España franquista estaba atravesada por corrientes ideológicas distintas y que tenía lugar una controversia fundamental, en la que el elemento religioso ocupaba un lugar preponderante, entre comprensivos y excluyentes, para retomar la terminología de la época. Por un lado, Laín Entralgo, médico y universitario, católico y falangista, ciertamente, pero muy influenciado por los maestros de la generación anterior, Unamuno y Ortega, exponía lo que él consideraba el problema específico de la España de los últimos cien años. Para simplificar, marcaba las etapas de la ruptura, separando a los que representaban un pensamiento que quería emanciparse de rígidos imperativos religiosos y a quienes defendían la tradición intransigente que identificaba España y catolicidad: al generalizarse y radicalizarse, el conflicto entre ambas tendencias había sido una de las principales razones de la tragedia de 1936. Sin renegar de su ideal, y en nombre de un "sentimiento católico de la existencia", Laín se dirigía a la otra España preguntándose por los posibles acercamientos, más allá de todo eclecticismo superficial.

Nada hay de esto en Calvo Serer, también profesor universitario, quien, invocando ante todo a Menéndez y Pelayo, rechazaba todo aquello que se apartara de la más estricta ortodoxia nacional y católica. No había dos Españas, sino una, cuya legitimidad histórica, definitivamente corroborada por la victoria de 1939, debía proclamarse sin ningún complejo. Contrarrevolucionario y antiliberal -Calvo Serer evolucionaría después-, afirmaba que si bien España tenía problemas que resolver, no constituía ya un problema; había que convencer y, a lo más, intentar asimilar lo asimilable. Yo procuré ofrecer ambas tesis en un extenso artículo que era evidentemente favorable, no sin muchas reservas, a la postura de Laín, titulado "Le problème espagnol d'après quelques livres récents". Se publicó en La Vie Intellectuelle, en junio de 1953. Al releerlo, este primer texto dedicado a España me parece bastante sucinto, pero no pasó desapercibido al otro lado de los Pirineos. No se había olvidado las tomas de postura de la revista durante los años 1936 a 1939, y que la principal publicación de los dominicos de París se volviera de nuevo hacia España no dejaba de tener significado. El Régimen, que por entonces buscaba obtener el apoyo de un sector bien definido del mundo católico, acababa de esbozar una política de relativa apertura, al menos en la enseñanza superior. Joaquín Ruiz Jiménez, antiguo embajador ante el Vaticano convertido en ministro de Educación, era el principal protagonista de este intento liberalizador; había nombrado a Pedro Laín Entralgo rector de la Universidad de Madrid, una elección con una fuerte carga simbólica. De paso por la capital de España, anuncié mi visita a Pedro Laín y acordamos que iría a verle al viejo caserón de San Bernardo, donde se encontraba su oficina. Esta visita permanece muy presente en mi memoria. Al atravesar la antecámara del rector, vi a numerosas personas que parecían esperar a ser recibidas, pero el bedel tomó mi tarjeta e hizo pasar al joven francés antes que a nadie. En un gran despacho, en el que las imágenes simbólicas del Régimen estaban bien presentes, fui acogido por un hombre afable y cordial con un interlocutor aún principiante en hispanismo... En el curso de nuestra conversación recordé otro libro del rector de Madrid, dedicado a la generación del 98, subrayando que en él estaba el origen de mi devoción especial, y siempre mantenida, por Unamuno y Antonio Machado.

V

Pedro Laín era, como ya se ha dicho, una de las cabezas de la política de apertura liberalizadora puesta en marcha por Joaquín Ruiz Jiménez. Durante esta misma estancia en Madrid, tuve otro encuentro de importancia decisiva en todos los sentidos. Fue con un amigo íntimo de Laín, José Luis Aranguren, a quien un eminente filósofo dominico de París, el padre Dubarle, tenía en gran estima y me había aconsejado que visitara. En el momento de su desaparición, en 1996, Aranguren se había convertido, mutatis mutandis, en el sucesor de Unamuno y de Ortega; al igual que ellos, había adquirido un carácter de personaje excepcional, admirado y criticado, pero cuya talla impresionaba a todos. El propio curso de su existencia, sus numerosas colaboraciones en prensa, con el sello de una total e imprevisible libertad de espíritu, lo habían llevado poco a poco a ocupar un lugar bastante parecido al de sus ilustres predecesores. Pero no es este Aranguren al que yo quiero evocar aquí. Hace más de cuarenta años, cuando lo vi por primera vez, era poco más que un principiante, cuya audiencia, por real que fuera, no rebasaba un círculo relativamente restringido. Pero representaba un tipo de intelectual, y de intelectual católico, completamente aparte en la España franquista. Autor de dos libros notables sobre el protestantismo, publicaba también artículos que abordaban cuestiones religiosas con toda la libertad de expresión que le permitía una censura siempre vigilante. Estos textos, con frecuencia de carácter autocrítico, que se recopilaron algo después bajo el título Catolicismo día tras día, le hicieron alcanzar la verdadera fama. Uno de ellos se publicaría en La Vie Intellectuelle. Cuando yo le conocí, ¿era ya titular de la cátedra de Ética en la Universidad de Madrid, a la que Laín le había aconsejado que se presentara y que él había ganado después de unas oposiciones memorables? Reconozco haberlo olvidado. De cualquier modo, su actitud no fue en absoluto la de un personaje investido con una función importante. Me encontré ante un hombre de físico ingrato, pero cuya calurosa sencillez y capacidad para escuchar me inspiraron una simpatía inmediata. Esta simpatía pronto se transformaría en una auténtica y profunda amistad. Descubrí rápidamente la vasta cultura de José Luis Aranguren, pero en él la extensión de los conocimientos y el placer por las ideas iban a la par con el interés por la marcha del mundo, una disposición que habría de conservar durante toda su vida. Mientras escribo estas líneas, soy plenamente consciente de la suerte que tuve de encontrar a alguien que me tomó a su cargo y se convirtió en mi introductor en los círculos, bastante cerrados, de cierta intelligentsia que, sin él, habría resultado inaccesible a un joven francés.

En lo sucesivo, el piso de burgués instruido donde vivían Aranguren y su numerosa familia, en la calle de Velázquez, se convirtió en lugar de parada obligada en mis viajes a Madrid. Almorzaba en su casa con él y con su familia y, tras conversar en su despacho sobre la actualidad española y francesa, mi anfitrión, persona particularmente sociable, hacía una llamada de teléfono para facilitarme una entrevista o conseguía que me invitaran a alguna cena cuyos comensales, a su juicio, merecía la pena conocer. Fue también Aranguren, no se me olvida, quien me hizo visitar las miserables chabolas del Pozo del Tío Raimundo y me acompañó a visitar al padre Llanos, jesuita comprometido que vivía en esos sórdidos suburbios de la capital, demasiado desconocidos para los extranjeros.

De esta forma, mis viajes a Madrid, de 1954 a 1956, me permitieron asistir desde dentro a la lucha periodística entre los partidarios de la política aperturista y sus numerosos adversarios: tradicionalistas, integristas, miembros del Opus Dei, de los que se empezaba a hablar mucho, y, sencillamente, franquistas puros y duros. Ambos campos se enfrentaban por nombramientos a cargos de cierta importancia, mientras que en la prensa empezaban a abordarse, de forma alusiva, temas delicados, frente a una censura al acecho; todo esto me recordaba un poco lo que había vivido bajo el Gobierno de Vichy, en 1941-1942, al inicio de mis estudios universitarios. Conocí a la mayoría de los "falangistas liberales", colaboradores de la Revista Escorial: Dionisio Ridruejo, José Antonio Maravall, Luis Felipe Vivanco. Constantemente en la brecha en defensa de Unamuno y de Ortega, expuestos a sufrir ataques violentos o amargos, se arriesgaban incluso a evocar -Aranguren fue uno de los primeros en hacerlo- sin apasionamiento, la otra España, la de los escritores e intelectuales en el exilio.

Pronto me di cuenta de que a este conflicto esencial se unía el proceder ambiguo de un influyente sector de Acción Católica en torno a los propagandistas, discípulos de Angel Herrera, que se mantenían en un conformismo ideológico timorato que también daba lugar a polémicas, aunque más asordinadas. En las "Conversaciones católicas de Gredos" prevalecía un estilo por completo diferente. Las personalidades de renombre que tomaban parte en ellas tuvieron una reunión de estudios en Alcalá de Henares a la que, gracias a Aranguren, pude asistir. Allí estaban Laín, Ridruejo, Díez del Corral e incluso Ruiz Jiménez. Lejos de la política cotidiana, yo asistía a estos intercambios de opiniones que demostraban un perfecto conocimiento de los movimientos ideológicos de la Europa del momento y preocupaciones espirituales auténticas. Yo estaba impresionado, pero sentía también, como recalcaría después Aranguren en su autobiografía, Memorias y Esperanzas Españolas, que nos situábamos demasiado por encima de los conflictos. Esta misma sensación la experimentaba también un catalán de mi generación, Enrique Boada, que nos acompañó a Alcalá y con el cual trabé una amistad duradera. Políticamente comprometido, habría de unirse a lo que se convertiría en el Frente de Liberación Popular, movimiento cristiano de izquierda, en él participarían numerosos amigos míos.

A través de Enrique Boada y de Aranguren, uno de los intelectuales madrileños más atentos a lo que ocurría en Cataluña -escribía con regularidad para la revista católica progresista El Ciervo, publicada en Barcelona-, pude ensanchar mis horizontes y crearme en la metrópolis catalana una valiosa red de relaciones, principalmente, como puede verse, en los medios católicos. Se vivía en pleno "nacional-catolicismo", y me fue posible calibrar el peso que tenía sobre la sociedad y comprobar que eran más evidentes que nunca los vínculos de la Iglesia con el Régimen. Se acababa de firmar el Concordato y los dirigentes franquistas se vanagloriaban de la armonía existente entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, había discordancias, que yo me aplicaba con celo en detectar, en las crónicas que a lo largo de aquéllos años publicaba con regularidad La Vie Intellectuelle. Ya se tratara de la Hermandad Obrera de Acción Católica o de excesos en el control sobre la prensa religiosa, yo estaba al acecho de las menores divergencias. Su eco en la revista de los dominicos me estimulaba lo que creía que debía ser mi papel, especialmente porque estos aspectos políticos y religiosos de la actualidad española apenas llamaban la atención en Francia. En 1955, con ocasión del fallecimiento de Ortega y Gasset, no dejé de recalcar cómo se habían encarnizado contra él algunos teólogos. Fui testigo directo de sus intentos -vanos- por hacer que se incluyera su obra en el Índice. Al año siguiente, en un artículo titulado "Crise de régime en Espagne", comentaba los disturbios universitarios que acarrearon el fin del experimento de Ruiz Jiménez, y pude hacer hincapié, por vez primera, en la actividad del Opus Dei.

VI

Si bien yo solía abordar los problemas por el lado religioso, estaba lejos de limitarme a ésto y multiplicaba las lecturas sobre todo el pasado inmediato de España. El laberinto español, de Gerald Brenan, libro que leí en su primera versión en inglés, me aportó mucho. Este inglés, buen conocedor de España e instalado desde los años veinte en la Andalucía más profunda, analizaba con gran perspicacia los problemas agrarios y las modalidades españolas del anarquismo. En otra obra, L'Espagne du Sud, de Jean Sermet, que leí también en aquella época, volví a encontrar esta España meridional evocada en sus contrastes con inteligente precisión. Mi propia formación como geógrafo, alimentada por mis peregrinaciones de un extremo a otro de la Península, me llevó a recibir con una reseña elogiosa en La Vie Intellectuelle, el Viaje a la Alcarria. Camilo José Cela retomaba un género literario que me era muy querido y que más tarde emplearían, con evidente intención crítica, Juan Goytisolo y otros muchos. Me vi así inducido a interesarme más de cerca por la producción novelesca, por aquella novela social entonces en pleno auge. Leí La Colmena, pero también leí a Sánchez Ferlosio y a Jesús Fernández Santos. "C. J. Cela y la novela española contemporánea" fue el título del artículo que publicaría, en 1958, la prestigiosa revista Critique, de la que pronto me convertí en colaborador habitual para los asuntos de España. La novela, entendida como un documento sobre el estado de una sociedad, me hizo remontarme en el tiempo. Me sumergí en Galdós y, sobre todo, descubrí con asombro la obra maestra de Clarín. Por entonces, La Regenta se leía a escondidas en España debido a motivos políticos y religiosos, pero yo había localizado una edición argentina en París. El primero de mis Cuadernos publicados en Madrid sería un breve ensayo sobre el gran libro de Clarín, pero para eso habría que esperar a 1964.

Leer a Brenan me había permitido una mejor comprensión de las extraordinarias dificultades de la situación española en las vísperas de la Guerra Civil. Ahora bien, yo acababa de terminar mi tesis doctoral en una disciplina que en Francia se estaba desarrollando rápidamente: la sociología electoral. Se me ocurrió aplicar a España un método de investigación que me era bien conocido, escogiendo el breve período republicano, de 1931 a 1936, durante el cual habían tenido lugar consultas electorales significativas. Esto exigía innumerables lecturas y sus resultados no se verían hasta después, pero comencé a frecuentar las librerías especializadas de París, situadas en pleno barrio latino, cerca del Palacio de Luxemburgo, donde yo trabajaba. Por la tarde, al salir del trabajo, entraba con frecuencia en la Librairie Espagnole de la rue du Seine, de la que me convertí en habitual. Su importancia como lugar de encuentro del hispanismo se ha puesto de relieve en multitud de ocasiones. Antonio Soriano había sabido atraerse tanto a representantes de la joven literatura peninsular como a exiliados de distintas tendencias, instalados en Francia o que vivían en América y estaban de paso por Europa. Tuve así la oportunidad de conocer, entre otros muchos, a Alejo Carpentier y sobre todo a Max Aub, escasamente conocido en Francia y cuyas destacadas facultades de novelista alabé en Critique. Manuel Tuñón de Lara era uno de los pilares de la librería, alrededor del cual se reunía una tertulia que se convirtió en una auténtica institución; en ella llevaba la voz cantante la izquierda socializante y simpatizante del comunismo. Siendo francés y no comprometido, yo permanecía al margen, pero mantenía con Tuñón y su grupo excelentes relaciones. La otra librería, radicada en la rue Monsieur le Prince, tenía una orientación política diferente. En ella dominaba exclusivamente el espíritu libertario, pero también allí el francés curioso por los asuntos de España era muy bien recibido y encontraba su provisión de libros. Con el paso de los años, se multiplicaron mis relaciones con los españoles forzados por el exilio a vivir en París. Algunos tuvieron una suerte precaria, como aquel antiguo secretario general de las Cortes republicanas a quien el Parlamento francés encargó, para ayudarle, traducciones modestamente retribuidas, asunto que fui encargado de organizar. También entré en contacto con el Gobierno republicano instalado en París, así como con los vascos, quienes publicaban un importante boletín informativo que me hacían llegar. Yo había conocido al Padre Olaso, alias Chanoine Onaindía, un cura de fuerte personalidad cuyas emisiones radiofónicas emitidas para España se siguieron con interés durante mucho tiempo, pero que no sobrevivieron a la IV República, pese a todos los esfuerzos de los "gaullistas de izquierda", alertados por mí en vano. En revancha, yo ignoraba la embajada de la avenida Georges V, cuyo umbral no habría de franquear hasta después de 1975. Sin embargo, sí frecuentaba con asiduidad el Colegio de España, cuyo director fue durante mucho tiempo Joaquín Pérez Villanueva, "falangista liberal" cercano a Laín y Aranguren.

El período de 1958 a 1960 vio cómo España emprendía poco a poco el camino de la modernización económica, de lo cual daba yo cuenta en las crónicas que continuaba enviando con regularidad a diversas publicaciones, entre ellas la revista franco-alemana Dokumente y otros medios extranjeros.

Tuve también una corta experiencia como enseñante en el Centro de estudios e investigaciones españoles e iberoamericanos, creado por monseñor Jobit en el Instituto Católico. Me encargaron de iniciar a los estudiantes en la Geografía, en el sentido más extenso del término, del país que tanto había recorrido. Pierre Jobit, autor de una importante tesis sobre los krausistas, antiguo becario de la Casa de Velázquez, conocía a mucha gente, tanto en París como en Madrid. Un poco mundano, pero afectuoso y de espíritu abierto, mantenía contactos con la embajada, cuyos representantes asistían a las veladas del Instituto Católico; yo advertía, sin sorpresa, el solícito comportamiento de éstos con el alto clero...

En definitiva, como se ve, me mostraba ecléctico en mis contactos, abordando siempre con prudencia determinados temas con ciertos interlocutores. Lo hacía deliberadamente; deseaba mantener mi posición de observador crítico, sin hacer juicios apriorísticos ni excluyentes. El incansable Ángel Trapero, debido a su cargo en la UNESCO, fue para mí, durante esta época, el más valioso de los intermediarios. A él debo haber conocido a Antonio López Campillo, científico libertario de múltiples talentos, que se había visto obligado a marcharse de Madrid después de los disturbios universitarios de 1956. Entablé con él y con su esposa Évelyne, joven y brillante catedrática de español, una relación de estrecha y confiada amistad que habría de prolongarse en el tiempo.

VII

Volvamos al Madrid de los años 60, que yo visitaba con frecuencia. Ya no era un principiante, sino un observador poco conocido que contaba con una red de relaciones. Gracias, una vez más, a José Luis Aranguren, esta red se vio considerablemente ampliada al extenderse a una importante editorial, Taurus, cuyo papel sobresaliente ha sido destacado con justicia . La Banca Fierro, que financiaba Taurus, permitía que sus colaboradores, que hacían fintas a la censura y se inspiraban en un liberalismo multidireccional, adoptaran una actitud de rechazo ante el conformismo y de apertura al mundo que no tenía parangón en el Madrid de entonces. En el reino de las ideas, Taurus publicaba obras de Teilhard de Chardin y de Emmanuel Mounier, así como de exiliados de renombre, desde Américo Castro a Francisco Ayala. En el ámbito literario puro, la editorial tenía sus puertas generosamente abiertas a los jóvenes narradores.

El director de Taurus era por entonces Francisco García Pavón, un novelista hoy demasiado olvidado. Escribía libros de títulos significativos, Los liberales, Cuentos republicanos, inspirados de un costumbrismo modernizado, con una delicada ironía de la mejor condición. Este manchego se había traído con él a su paisano, Eladio Cabañero, autodidacta y un auténtico poeta. También trabajaba en Taurus Jorge Campos, antiguo "rojo" de infrecuente cultura, que jamás recordaba sus penosas experiencias posteriores a 1939, pero que visitaba regularmente a los veteranos, Baroja y Azorín, y relataba las últimas habladurías del Café Gijón o de la librería de don León Sánchez Cuesta. Todos ellos me iniciaron en las pequeñas peripecias de la vida literaria madrileña. Me los encontraba por el barrio, en torno a las tapas de ritual, junto a otro pilar de Taurus, Florentino Trapero, que se convertiría en mi traductor habitual y en el más fiel de los amigos.

En 1958, con los Cuadernos Taurus se creó una nueva colección que haría mucho por el prestigio de la editorial. Estas monografías de publicación periódica disfrutaron pronto de una gran aceptación entre el público instruido, y en 1970 se habían publicado más de cien. Aranguren inauguró la serie con un estudio sobre La ética de Ortega; le siguieron grandes autores extranjeros, de Jaspers a Mauriac, así como españoles, jóvenes y menos jóvenes, desde Tierno Galván a José María Castellet. Historia literaria, ciencias humanas y religiosas... los temas abordados por Cuadernos eran muy variados, con una atención constante a las nuevas corrientes ideológicas, llegando en ello tan lejos como las restricciones de la censura lo permitían. En Cuadernos apareció en 1964 mi primer título publicado en España: La Regenta de Clarín y la Restauración. Le seguirían otros dos: Miguel de Unamuno y la Segunda República, publicado al año siguiente, y después, en 1969, un estudio sobre Cruz y Raya, la revista de José Bergamín. Al releerlos hoy, estos tres pequeños ejemplares se muestran escritos con cierta premura y escasamente documentados; tenían al menos el mérito, creo yo, de tocar temas que era poco frecuente que se trataran en la España de entonces...

¿Cómo no evocar la figura de Jesús Aguirre, el artífice de Cuadernos Taurus? Tuve el privilegio de mantener con él una relación de estrecha amistad y de seguir el curso de un destino fuera de serie. Quien se convertiría en duque de Alba era un joven y brillante eclesiástico, también muy unido a Aranguren, que me dispensó de inmediato la mejor acogida. Fue alumno del Colegio Mayor César Carlos, perfeccionó después su formación teológica y filosófica en Alemania, y estaba lleno de curiosidad por los asuntos franceses, de lo cual daban fe las preguntas que me hacía. Jesús Aguirre colaboraba por entonces con el padre Federico Sopeña en la parroquia de la Ciudad Universitaria, y sus sermones dominicales atraían no sólo a los estudiantes sino también a un extenso auditorio ilustrado. Incisivo y seductor, Jesús Aguirre se convirtió en un personaje de moda, detestado por todos los ultras del régimen; estaba introducido en círculos muy diferentes, a los que tuvo la generosidad de permitirme acceder con él. Su don de gentes pronto le llevó a asumir la dirección de Taurus, convirtiéndola, todavía más, en la editorial de vanguardia por excelencia.

Entretanto, yo proseguía, tanto en París como en Madrid, con mis investigaciones sobre las elecciones a Cortes de 1931, 1933 y 1936, leyendo todo lo que se podía encontrar sobre ese período. Frecuentaba con asiduidad la biblioteca del Ateneo, cuya colección de periódicos me suministraba los resultados detallados, aunque por desgracia en ocasiones incompletos, de los tres escrutinios. Así, en 1963, la Fundación Nacional de Ciencias Políticas pudo publicar en París un estudio titulado La Deuxième République Espagnole (1931-1936). Essai d'interpretation.

Fue un trabajo que se consideró pionero; revisado, aumentado y traducido al español, apareció en la Biblioteca política Taurus en 1967, con prólogo de J. L. Aranguren. En el intervalo, Manuel Fraga Iribarne, ministro de Información, había suprimido la censura previa. Sin embargo, tuvimos dificultades a muy alto nivel para que apareciera mi libro. Visité a Carlos Robles Piquer, cuñado y colaborador del ministro, quien me explicó amablemente que para no chocar frontalmente con la susceptibilidad de los militares habría que realizar algunas correcciones. Pudimos llegar a un acuerdo y la obra pronto se encontró con su público.

VIII

En 1963 nació una nueva editorial española, en esta ocasión en Francia, a iniciativa de intelectuales en el exilio, todos en decidida oposición al franquismo. Tenía como objetivo publicar una serie de libros que discreparan sistemáticamente de la propaganda oficial, y de una forma más generalizada, corrigieran la versión parcial y deformada del pasado español reciente, con frecuencia la única accesible al otro lado de los Pirineos. Ruedo Ibérico publicó así versiones españolas tanto del libro de mi querido Brenan como de la bien conocida síntesis de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil. Paralelamente, se publicaban compilaciones más combativas que presentaban con crudeza la realidad del momento, como el grueso volumen titulado España hoy. Obviamente prohibidas en territorio español, las producciones de Ruedo Ibérico conseguían entrar de forma clandestina y tenían una extensa circulación, creo yo, en los ambientes universitarios. José Martínez, el alma de Ruedo Ibérico, era un personaje fuera de lo común, áspero, cáustico y poseedor de una rara independencia de espíritu. Tenía un notable conocimiento técnico en materia editorial y sabía dar una presentación original y cuidada a todo lo que publicaba. Nada excluyente en sus elecciones, recibía a representantes de prácticamente todas las corrientes hostiles al Régimen. Creo que fue el autor de uno de los primeros títulos de Ruedo Ibérico, El mito de la Cruzada de Franco, el erudito y pintoresco H. R. Southworth, un hispanista americano residente en París, quien me presentó a José Martínez y a su grupo. A pesar de su postura militante, Martínez se adaptó bastante bien a mi celosa libertad de opinión. Me abrió las puertas de Cuadernos de Ruedo Ibérico, revista que pronto empezó a publicar la editorial y que contaba con las firmas más variadas. En noviembre de 1965 entregué un primer artículo, dedicado al parlamentarismo español anterior a 1936, tal como lo había tratado en las crónicas de ABC, con maligna perspicacia, el muy conservador W. Fernández Flórez. En mi condición de funcionario del Senado, el deber de mantener la discreción, al tratarse de una publicación muy comprometida, y por añadidura prohibida en España, me llevó a adoptar un seudónimo; firmaba como Daniel Artigues, nombre y apellido cuidadosamente escogidos para que no fuese posible saber si el autor era francés o español...

En 1967 volvería a utilizar el seudónimo para otro artículo publicado en la revista Esprit, titulado, sin rodeos, "Qu'est-ce que l´Opus Dei?" ¿Cómo llegué a tratar en una importante publicación francesa un tema tan delicado? Debo ofrecer ahora una explicación. En los círculos que yo frecuentaba en Madrid, se hablaba con frecuencia de la Obra, como solía decirse, y, con razón o sin ella, veíamos cada vez más su rastro por doquier. Algo antes, el año en que fue separado de la Universidad, Aranguren había afirmado, también en la revista Esprit, que un estudio sobre el Opus Dei realizado "sine ira cum studio" y documentado escrupulosamente sería una gran contribución al mejor conocimiento de la España de hoy. Tomé la temeraria decisión de aventurarme a intentarlo, no sin antes recabar el consejo del propio Aranguren y de Jesús Aguirre. La editorial sería, inesperada y oportunamente, Ruedo Ibérico, que lo publicaría en dos versiones, francesa y española. El texto de Esprit fue un preludio a la aparición del libro.

Me puse a trabajar de inmediato; evidentemente era imprescindible llevar a cabo una extensa labor de investigación. Había ya mucho escrito sobre el Opus y tuve que aplicarme a una vasta búsqueda bibliográfica, tanto en Francia como en España. Mi primer objetivo era esclarecer la actividad política y religiosa de la Obra en España desde su fundación; pronto me di cuenta de que era inevitable considerar al Opus Dei de una forma global, reubicando la creación de monseñor Escrivá en el complejo marco de las organizaciones eclesiásticas, para subrayar su especificidad. Mi tarea no se veía simplificada. Debía también mantener conversaciones directas con determinadas personas que tenían reputación de estar bien informadas. Deseo mencionar solamente a una, a quien le debo mucho: Manuel Giménez Fernández. Antiguo líder de la izquierda cedista, ministro de Agricultura con la República y reconocido especialista en Bartolomé de las Casas, se dedicaba a la enseñanza, después de no pocas vicisitudes, en la Universidad de Sevilla. Más democratacristiano que nunca, era un furibundo adversario del franquismo en general y del Opus Dei en particular. Vituperaba al Régimen, incluso en lugares públicos, de una forma insólita para la época, hasta el punto de preocupar a sus estudiantes, que lo adoraban. Puso generosamente sus expedientes a mi disposición y mantuvimos largas conversaciones. Me reuní también, por supuesto, con antiguos miembros de la Obra, como José Vidal Beneyto. Eludí, quizá equivocadamente, entablar contacto con representantes del Opus, tanto en Francia como en España, debido a las advertencias que había recibido respecto a que mis preguntas no obtendrían más que respuestas evasivas o estereotipadas. Todo ello dio como resultado un libro del que aparecieron dos ediciones sucesivas, la primera en 1968, con dos versiones, francesa y española, y la segunda, revisada, aumentada y únicamente en español, publicada en 1971. Al retomar ahora, transcurridos más de treinta años, este volumen de 250 páginas repleto de datos dedicado a "José Luis Aranguren, español ejemplar", experimento sentimientos encontrados. Me supuso mucho esfuerzo y, a pesar de las prohibiciones, pudo tener difusión entre los lectores españoles sin demasiados problemas. Tuvo una favorable acogida en los sectores de opinión reticentes con respecto al Régimen. En cambio, el Opus Dei mantuvo un absoluto silencio, evitando mencionar la existencia del libro, actitud en la que se ha mantenido hasta el día de hoy. Indudablemente, lo enfoqué con una deliberada perspectiva crítica, pero, creo yo, sin excesos polémicos, aunque en su momento los enemigos encarnizados de la Santa Mafia me acusaron incluso de complacencia. De cualquier modo, al escribir en 1999, tengo que insistir en el hecho de que el Opus Dei ya no es en la actualidad lo que era hacia 1970, y que ahora me guardaría de emitir al respecto el menor juicio global. Pienso también que fue un error de método haber querido descifrar los sucesivos estatutos de la Obra y, además, haberme empeñado en la arriesgada tarea de caracterizar su religiosidad específica. Un segundo y fundamental error procede del intento de establecer una relación entre el Opus Dei y la Institución Libre de Enseñanza, que tuve siempre en mente.

Al seguir de cerca la incesante lucha de influencias para obtener cátedras universitarias, por el control del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Ateneo, impresionado por la fundación de la Universidad de Navarra, consideré al Opus como una forma de "contrainstitución" de rigurosa inspiración católica, que buscaba suplantar la obra de Francisco Giner de los Ríos. Hoy opino que el Opus no deseó, o no pudo, emprender semejante operación. Sus esfuerzos pronto se encauzaron, y con éxito, hacia otro terreno, el de la política económica y la alta administración. Ullastres y López Rodó, tan influyentes en la vida pública, ganaron a Suárez Verdeguer, Albareda o Pérez Embid, que pasaron a un segundo plano. Como Aranguren quiso decirme por escrito al final de su vida, los capítulos dedicados a las ambiciones universitarias e intelectuales del Opus de 1959 a 1960 continúan siendo válidos al tener una información de primera mano. Se me permitirá que no vaya más allá y pase la página.

IX

La preparación del libro sobre el Opus no me impidió continuar informando sobre la actualidad política y literaria española en diversas publicaciones francesas, entre ellas en Signes du temps (la revista de los dominicos que había tomado el relevo de La Vie Intellectuelle), en La Quinzaine Littéraire e incluso en Le Monde. En este periódico, entre otros, se publicó un artículo dedicado a Juan Goytisolo, estrella en ascenso de las letras españolas que tuvo la suerte de ser traducido muy pronto. 1963 vio la reaparición, en Madrid, de la prestigiosa Revista de Occidente, donde se reunieron, en torno a los discípulos de Ortega, muchas firmas conocidas. Yo entregué varias reseñas a la Revista y fui bien recibido en la calle Bárbara de Braganza por los fieles del maestro, mantenedores de una ideología liberal que emergía de nuevo con prudencia a la superficie. Tuve oportunidad de visitar a uno de los representantes de esta corriente de pensamiento, perteneciente a una generación anterior: Ramón Pérez de Ayala. Envejecido, con maneras inglesas y olvidado, parecía, después de recorrer un sinuoso itinerario político, regresar a sus antiguas convicciones, y había firmado uno de los manifiestos de intelectuales contra la violencia policial, frecuente y significativa durante esos años. Como es sabido, la solidaridad de que hizo gala Aranguren en 1965 con las asambleas de estudiantes le valió la expulsión de la Universidad, junto con otros profesores. Esta sanción, y las consecuencias de todo género que entrañó para él y los suyos, vino a reforzar aún más nuestros lazos. Recuerdo también haber estado en Madrid en el momento de una de las numerosas detenciones de Dionisio Ridruejo. Aún puedo ver el piso de la calle de Ibiza invadido por una pequeña multitud de amigos esforzándose en reconfortar a Gloria Ros, la esposa del antiguo jefe falangista convertido en uno de los líderes de la oposición.

Fuera de España, me interesaba la escuela histórica que se estaba constituyendo en Oxford en torno a Raymond Carr, y que suponía una renovación de nuestra visión de la España atormentada y desgarrada de los siglos XIX y XX. Para acercar el gran libro de Carr al público francés, publiqué a partir de 1969, en dos números sucesivos de Critique, una extensa presentación de la obra. Carr se reconocía deudor de Brenan en todo lo relativo a las clases populares. Un encargo editorial me permitió aportar mi modesta contribución a la historia social de los últimos cien años, bajo la forma de un pequeño volumen titulado Anarchistes d'Espagne, que se publicó en 1970. Este breve texto aludía extensamente a las fuentes literarias, de Baroja a Victor Serge y George Orwell, y se beneficiaba del valioso concurso de mi viejo amigo Gilles Lapouge, periodista y escritor, que firmaba el libro conmigo. En el libro se reconocía la elegancia literaria del coautor. En 1971, este ensayo de "psicología histórica" se pudo traducir al español y apareció en una colección de libros de bolsillo. Fue muy leído, por lo que yo sé, sin duda porque abordaba, de forma superficial, quizá, pero sin apasionamiento, un tema hasta entonces "vedado".

A decir verdad, mi interés por el pasado reciente de España se dirigía cada vez más hacia las vicisitudes del liberalismo burgués en sus diferentes modalidades, tanto moderado como progresista. Se comprenderá que, a raíz de su aparición, comprara en París los gruesos volúmenes de las Obras Completas de Manuel Azaña, que Juan Marichal consiguió editar en México, enriqueciéndolos con comentarios todavía hoy irreemplazables. Fueron una auténtica revelación, y la figura del hombre que encarna, mejor que nadie, la República de los años 1931-1936 se convirtió, en lo sucesivo, en uno de mis temas primordiales de reflexión y de estudio. Volveré sobre ésto. Por otra parte, desde 1970 se celebraban, a iniciativa de Manuel Tuñón de Lara, encuentros anuales franco-españoles de especialistas de la España moderna. Tenían lugar en Pau, con una perspectiva interdisciplinar que iba desde la historia económica hasta la de las ideas políticas o de la cultura. Estos encuentros tuvieron gran éxito y disfrutaron de una audiencia creciente. Yo participé con regularidad en ellos a partir de 1973, lo que tuvo consecuencias beneficiosas que debo reseñar. Hispanista situado "fuera del medio", no tenía más que escasas relaciones con el ambiente universitario, aparte del ilustre Pierre Vilar, quien me había animado en mi trabajo en varias ocasiones. Pude así entrar en contacto tanto con el ala activa del hispanismo francés como con jóvenes enseñantes españoles, a bastantes de los cuales les estaba reservado un brillante porvenir.

Fue mi amiga Évelyne López Campillo quién me condujo hasta Pau. Nos acompañaba su esposo, Antonio, que aun no siendo historiador, aunaba su pasado de militante y sus posiciones inconformistas con un profundo conocimiento del marxismo, lo que hacía de él un interlocutor con frecuencia discutido, pero siempre escuchado.

Antonio López Campillo tomaba parte en las sesiones de trabajo, pero sobre todo en los debates que había a continuación, por la noche, en las cervecerías de Pau; su verbo encendido y su habilidad para la dialéctica, hacían maravillas durante las justas de oratoria amistosa, que a veces se prolongaban hasta muy tarde. Podría citar muchos nombres de los españoles que conocí en Pau, pero solamente mencionaré uno, el de José Carlos Mainer, futuro autor de La Edad de Plata, hoy convertido en especialista indiscutido de las relaciones entre literatura y sociedad. Éste fue el campo de investigación que abordamos Évelyne López Campillo y yo en Pau, donde presentamos una ponencia conjunta sobre "La radicalización de los intelectuales durante los años 1933-1936", que anunciaba un librito que habríamos de firmar juntos, en 1978, Los Intelectuales durante la República.

X

Mientras tanto, con sacudidas intermitentes, sobre las cuales no hay lugar para detenerse aquí, el franquismo atenuaba las trabas en materia de libertad de expresión. Prueba de ello fue la aparición de nuevas revistas que tenían un trasfondo ideológico bien distinto, baste mencionar Cuadernos para el Diálogo y Triunfo. Aunque no sin dificultades, se pudieron publicar testimonios de importancia política, como por ejemplo el de Gil Robles, No fue posible la paz, del que yo hice una reseña rigurosa en Cuadernos de Ruedo Ibérico. Se iba instalando lentamente un ambiente de fin de régimen, algo en lo que yo hacía hincapié en las crónicas que publicaba en el diario católico La Croix, mientras continuaba con las cartas para Critique o La Quinzaine Littéraire. Se me reconocía, en suma, y lo digo sin vanidad alguna, un numeroso público tanto en París como en Madrid. Los directivos de Taurus llegaron incluso, lo recuerdo por simple gratitud retrospectiva, a organizarme una cena-homenaje en un reservado de Lhardy, a la que asistieron, entre otros, Pedro Laín, José Antonio Maravall y el afectuoso padre Federico Sopeña.

Sin embargo, tampoco escapaba a los ataques personales. Hubo uno que me tomo la libertad de recordar porque excedió mi propio caso. En Triunfo, el medio, digamos, de "oposición" sin duda más leído, José Bergamín la emprendió con dureza contra mí. Yo lo había visitado con ocasión de su primer regreso del exilio, en 1968, y todo había discurrido perfectamente; poco después, publiqué un Cuaderno Taurus sobre Cruz y Raya, la primera monografía acerca de una de las revistas más significativas de los años republicanos, fundada por Bergamín en 1933. Había entregado, también, una nota elogiosa a La Quinzaine Littéraire, reseñando una compilación de sus textos traducidos al francés y con un prefacio de Malraux. Ahora bien, con ocasión de la aparición de una antología de Cruz y Raya, Bergamín, en una entrevista publicada por Triunfo en julio de 1974, expresaba juicios severos sobre mi librito de 1969. Estaba en su derecho, pero resultaba desmesurado al retratarme como un teórico de gabinete que sólo tenía conocimientos librescos sobre España, parecido en ello, decía, a tantos franceses eruditos que generalizan sin tomar contacto con la realidad. Repliqué con aspereza, en Triunfo, el mes de septiembre, recordando mis numerosas estancias al otro lado de los Pirineos. Bergamín volvió a la carga con más fuerza en octubre, de nuevo en Triunfo, atacando la "vanidad" de todos los hispanistas, sobre todo aquellos que, como yo, no eran más que "aficionados" y ni siquiera eran profesores universitarios. Toda esta polémica me parece en la actualidad lejana y fútil. Hubiera debido recordar, en su momento, que la furia de Bergamín se dirigía contra una persona cercana a Aranguren y que era notorio que entre ambos no existía ningún aprecio .

XI

Pero la figura por la que me sentía cada vez más atraído era la de Manuel Azaña. Tuve la suerte de descubrir, en una librería de viejo madrileña, un ajado ejemplar del libro bastante asombroso que le había dedicado, en 1932, Ernesto Giménez Caballero. En una nueva revista, muy abierta y de elevado nivel, Sistema, que dirigía mi amigo Elías Díaz, uno de los mejores conocedores de los movimientos ideológicos en la España contemporánea, publiqué en julio de 1974 un extenso estudio sobre esta obra, entonces olvidada. Fue mi primer trabajo sobre Azaña, al que seguirían otros muchos, y deseo detenerme ahora sobre los motivos, jamás desmentidos, de mi fervor "azañista".

He adquirido todas las obras más importantes sobre Azaña y continúo coleccionando los artículos referidos a él. Tengo para esto muchas razones, algunas personales. Desde el comienzo de mis estudios universitarios, me interesé por el problema de las relaciones, diversas y complejas, entre el mundo de las letras y el de la política. Albert Thibaudet, el gran crítico de la Nouvelle Revue Française, trataba el tema con frecuencia en sus célebres "Réflexions", que se publicaron mensualmente hasta su muerte, en 1936, y que yo leía con pasión. Más tarde, mi trabajo como bibliotecario del Senado me hizo vivir en el corazón del mundo parlamentario y tener frecuentes contactos con personalidades políticas de todas las procedencias y partidos. Con Azaña, me encontraba en presencia de un caso excepcional: el de un hombre de letras de la cabeza a los pies, que se impuso de pronto, en un momento crucial, en la vida pública de su país. No solamente demostró unas dotes oratorias poco comunes, sino que, además, este arquetipo del intelectual conquistado por la política se obligó, al llegar al poder, a una tarea sin equivalente, por lo que yo sé, entre los gobernantes europeos de su tiempo. Prácticamente cada noche, desde el verano de 1931, Azaña, ministro primero y luego presidente del Gobierno, dejaba escrito sobre el papel lo que había sido su jornada; como señala con justeza Juan Marichal, prácticamente cada noche, el hombre público, de ser parte actora, se convertía en autor de memorias históricas y cronista, un cronista minucioso, mordaz, que iluminaba sin miramientos la parte oculta de la vida política. Publicados inicialmente sólo en parte, los Diarios de Azaña, están hoy, como es sabido, al alcance de todos. Yo me sumergí en ellos, desde su aparición, con enorme interés. Fue sobre todo su lectura lo que me convirtió, me atrevo a decir, en algo así como un especialista francés en "azañismo" cuyos trabajos tuvieron buena acogida por parte de sus pares españoles y por el primero entre ellos, Juan Marichal.

Sin embargo, todos mis estudios posteriores sobre Azaña, como, por ejemplo, el dedicado a Fresdeval, su gran novela inacabada, aparecieron en otra España, la de la democracia reencontrada; se publicaron después de 1975 y de la muerte de Franco. Con relación a esto último, La Croix me encargó la necrológica, y mi largo balance de la carrera del Caudillo, hecho sin la menor complacencia, llevó por última vez la firma de Daniel Artigues.

XII

Esta relación de mi pasado de hispanista, que he querido sincera y completa, se remonta a lejanos orígenes pero se detiene en 1975, y debo explicar por qué. Con la perspectiva que da el tiempo, he tomado conciencia de que hasta aquella fecha había disfrutado de lo que podría denominarse "las rentas de la situación". De nacionalidad no española, extremadamente celoso de mi libertad de opinión, a salvo tanto de las exigencias de una carrera universitaria como de las obligaciones de un profesional de la escritura, mi situación terminó siendo singular. Pude utilizar mi pluma con toda independencia para dar cuenta de lo que veía o leía, teniendo a veces un papel precursor. Todo ello, mientras los españoles que vivían en España padecían unas condiciones muy duras, que se fueron mitigando pero sólo de forma progresiva, y que no desaparecerían por completo hasta 1975, con la muerte de Francisco Franco. Después, continué con mi actividad de hispanista pero sin beneficiarme ya de esta especie de estatuto de privilegio, en comparación con los españoles del interior, que a partir de entonces han recuperado la plena normalidad democrática. He escrito estas páginas pensando en estos españoles, y también en los otros, en los del exilio. Tengo la sensación de pagar una parte de mi deuda con ellos, ya que soy deudor por muchas cosas y de mucha gente, tanta como diversos fueron mis acercamientos a su país.

Es un lugar común, o un ejercicio obligado, poner de relieve las inmensas diferencias que existen entre la España de hoy y la de la primera mitad del siglo. No será necesario, pues, oponer de forma simplista lo que fue la España de Unamuno, con lo que habría de ser la España de Almodóvar. ¿Se quiere un único ejemplo? En el medio que me resulta más familiar, el del ámbito de la historia política y de la historia de la cultura, la variedad y la calidad de lo que se ha publicado en España con ocasión de cumplirse el Centenario del 98 dan fiel testimonio de una permanencia en la vitalidad.

Jean Bécarud
Traducido por Marga González
(Revisado por Federico Romero)



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