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                      ITINERARIO DE UN HISPANISTA EN ÉPOCA DE FRANCO 
 
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                      los años treinta, por razones familiares, y durante 
                      muchas temporadas consecutivas, disfruté de mis vacaciones 
                      de verano en la montaña, tradicionales para los niños 
                      de la Provenza, no en los cercanos Alpes, sino en los Pirineos. 
                      Me hechizaban la vegetación, los bosques, las aguas 
                      inquietas de la región de Luchon y, además, 
                      detrás de las crestas dentadas y azules, se encontraba 
                      otro país, España. Tres sílabas musicales 
                      que pronto excitaron mi imaginación haciéndome 
                      soñar con pisar una tierra extraña que adivinaba 
                      profundamente diferente de Francia y a la que yo revestía 
                      de un encanto hasta cierto punto mágico. Luchon se 
                      comunica con el Valle de Arán por el asequible puerto 
                      del Portillón. Me hacían subirlo a pie, y 
                      así fue como, en 1933, un niño de ocho años 
                      pudo alcanzar la frontera, dar algunos pasos más 
                      allá de la línea simbólica y divisar 
                      los tricornios acharolados de los primeros guardias civiles...
 I Después de esta precoz aunque fugitiva visión 
                      de un país entonces republicano, los acontecimientos 
                      de 1936 pronto atrajeron hacia España la atención 
                      de mi entorno. Se hablaba de levantamiento militar, se reprobaban 
                      las matanzas de curas. A decir verdad, yo permanecía 
                      bastante al margen de todo aquello. ¿Tenía, 
                      ya entonces, una cierta reticencia a dejarme influir, o 
                      sería simplemente consecuencia de mis preocupaciones 
                      escolares al estarse acercando el bachillerato? Por otra 
                      parte, ni siquiera el éxodo masivo de 1939 despertó 
                      sino un débil eco en mi colegio religioso de Aix-en-Provence, 
                      que en otro tiempo lo fue de Charles Maurras y que ahora 
                      tenía, por el contrario, simpatías democratacristianas. 
                      Con la guerra, la derrota y los duros años de la 
                      ocupación alemana, la imagen de España se 
                      difuminó. Sin embargo, sí recuerdo haberme 
                      dado cuenta, no sin cierta sorpresa, de que fue Lequerica, 
                      el embajador de Franco, quien actuó como intermediario 
                      en las negociaciones del Armisticio de 1940. Al año 
                      siguiente, el azar quiso que yo estuviera en mi ciudad natal 
                      cuando la atravesó el imponente cortejo de coches 
                      que conducía al Caudillo desde la frontera con Italia, 
                      donde se había encontrado con Mussolini, hasta Montpellier, 
                      donde debía verse con el Mariscal Pétain. Sin embargo, mi interés por España no se 
                      despertó y asentó hasta 1945, en París. 
                      Como alumno de la Escuela de Ciencias Políticas, 
                      tuve que escoger una segunda lengua viva, junto con el inglés. 
                      Opté por el español, ya que me agradaba la 
                      sonoridad del castellano; intentábamos hablarlo y 
                      traducíamos textos literarios. Uno de ellos me impresionó; 
                      se trataba de una página de Pío Baroja que 
                      evocaba, con mucho verismo, la Cuenca del siglo pasado. 
                      Sentía que confirmaba mi idea de que España 
                      era, en efecto, un país diferente. Continuaba siéndolo, 
                      aunque por razones distintas, a juzgar por su régimen 
                      y por su proceder durante el conflicto que estaba terminando. La prensa, de nuevo libre, se ocupaba naturalmente de la 
                      Guerra Civil y se pudo también proyectar, por fin, 
                      La esperanza, la película rodada in situ por Malraux, 
                      basada en su célebre novela. Yo la vi, un día 
                      por la tarde, en un cine de los Campos Elíseos. Fue 
                      un flechazo. Por primera y única vez en mi vida, 
                      no me moví de mi asiento, para no perderme la sesión 
                      siguiente. De pronto, la guerra de España se me ofrecía 
                      en su dimensión de episodio fundamental de la historia 
                      contemporánea. Hasta ese momento sólo había 
                      leído algo a Malraux; entonces me sumergí 
                      en la lectura de La esperanza, para después pasar 
                      a Hemingway y a Por quién doblan las campanas. Leí 
                      otras obras que me permitieron percibir con bastante rapidez 
                      la situación española en los años treinta, 
                      y que incitaron en mí el deseo de saber más. Sin embargo, por entonces yo daba mis primeros pasos profesionales 
                      en el Senado y sentía curiosidad por conocer Inglaterra, 
                      provocada por los libros de André Maurois, desde 
                      Los silencios del coronel Bramble hasta Disraeli, que había 
                      devorado en mi adolescencia. Varias estancias al otro lado 
                      del canal de la Mancha me permitieron apreciar los paisajes 
                      del Lake District y callejear por Londres. Este intermedio 
                      inglés coincidió con el ostracismo internacional 
                      que afectó a la España franquista y con el 
                      cierre de la frontera franco-española. Cuando se 
                      reabrió, en 1950, me volví a acordar de España. 
                      ¿Por qué no ir de inmediato a este país 
                      que continuaba atrayéndome? II Al comienzo del otoño de 1950, emprendí camino 
                      hacia Barcelona, vía Puigcerdá. Conservo un 
                      recuerdo muy vivo de este viaje, en un tren repleto en el 
                      que había escasos extranjeros y donde reinaba una 
                      calurosa promiscuidad, totalmente mediterránea. También 
                      mediterránea se me reveló Barcelona, ciudad 
                      que visité como un turista concienzudo, más 
                      amplia y mejor construida que Marsella; y, al menos en apariencia, 
                      igualmente alegre, teniendo en cuenta las condiciones de 
                      vida, que se advertían difíciles. Había decidido pararme a mi regreso en la Costa 
                      Brava, donde escogí el pequeño puerto de Blanes 
                      para pasar algunos días. Allí, mejor que en 
                      Barcelona, percibí por vez primera el retraso del 
                      país y me di cuenta de cómo cualquier viaje 
                      por España tomaba un cariz de viaje al pasado. Conocía 
                      bien Bandol o Sanary, lugares de la Provenza en todo similares 
                      a Blanes. Y, sin embargo, ¡cuántas diferencias! 
                      Uno se veía transportado varias décadas atrás, 
                      con las calles sin asfaltar, sin coches. Para trasladarse 
                      de una cala a otra, los pocos veraneantes tardíos, 
                      todos buenos burgueses de Barcelona, empleaban el caballo, 
                      al menos los más jóvenes. Al lado de mi pequeño 
                      hotel, frente a la playa, había una farmacia cuyo 
                      propietario reunía al caer la noche a varios amigos 
                      y sacaba sillas para la tradicional tertulia . Pronto animaron 
                      a este joven francés solitario, que chapurreaba un 
                      poco de español, a unirse a ellos. La conversación 
                      era bastante superficial, pero se insistía con frecuencia 
                      sobre lo que significaba para España el regreso de 
                      visitantes extranjeros. Tan inmediata sociabilidad me llamó 
                      la atención, de la misma manera que, en otro terreno, 
                      las señales de respeto prodigadas al clero. En el 
                      camino de regreso, inmediatamente antes de la salida, al 
                      cochecito que me conducía a la estación vecina 
                      se subió un cura, que fue recibido con solícitos 
                      saludos e instalado en el mejor asiento... Me traje de este primer y rápido contacto la impresión 
                      de un país meridional simpático y retrasado, 
                      bastante cercano a mi Provenza natal, que merecía 
                      ser mejor conocido, puesto que su situación política, 
                      al menos tal y como la percibía un visitante que 
                      por entonces no sentía un interés prioritario 
                      por ella, parecía relativamente estabilizada. Sin 
                      embargo, ¿era Cataluña la auténtica 
                      España? ¿No sería a Castilla y a Madrid 
                      adonde debería dirigirme? Tenía, de forma 
                      confusa, esa sensación. Con ocasión de un 
                      segundo viaje, el año siguiente, se produjo el choque 
                      decisivo. Siempre he sido enormemente sensible tanto a la 
                      diversidad de paisajes como a la variedad de ambientes urbanos. 
                      Mis estudios, de geografía al tiempo que de historia, 
                      no habían hecho más que desarrollar esta disposición 
                      natural. Mi primer encuentro con la meseta, en el mes de 
                      junio de 1951, entre Burgos y Valladolid, permanece inolvidable. 
                      Me dirigía a Madrid en etapas cortas y había 
                      tomado un correo con antiguos vagones de madera dignos de 
                      un western. Desde la plataforma, el lento convoy me permitía 
                      contemplar en toda su extensión, bajo un sol de fuego, 
                      inmensos espacios grises u ocres, con escasas manchas de 
                      vegetación; resultaba muy diferente de las risueñas 
                      campiñas de Tours o de Poitiers por las que había 
                      pasado en días anteriores; aquí y allá, 
                      pueblos terrosos, agrupados en torno a su campanario, eran 
                      lo único que recordaba la presencia del hombre, sin 
                      que hubiera ninguna otra construcción, sin granjas 
                      aisladas, y dominándolo todo, una luz de una limpidez 
                      sin parangón. En cuanto a las poblaciones, cada una 
                      tenía su propia personalidad, pero ninguna me impresionó 
                      tanto como Ávila, donde me encontraba el 24 de junio, 
                      día de mi santo. Se sentía uno proyectado 
                      fuera del tiempo; no había ningún turista, 
                      yo era el único huésped alojado en mi hotel, 
                      que estaba frente a la catedral. Encorsetada por sus murallas, 
                      Ávila daba la impresión de no haber cambiado 
                      en siglos. Al deambular por sus calles, prácticamente 
                      vacías, entreteniendo la vista en los vastos horizontes 
                      que descubría más allá de las murallas, 
                      me sentí conquistado. Aún hoy, me siento retrospectivamente 
                      impresionado por aquella exaltación estética 
                      que me hacía relegar a un segundo plano todo lo relativo 
                      a la política, incluido un acontecimiento tan formidable 
                      como lo había sido la Guerra Civil. Me parecía 
                      que la página estaba pasada. El país había 
                      recuperado su cara inmutable. Mi estancia en Madrid no hizo 
                      que me cuestionara esta percepción del régimen 
                      como una especie de hecho dado. Apenas me movía fuera 
                      del centro y me encontré de inmediato a mis anchas 
                      en una ciudad animada, viva; los ciegos vendían billetes 
                      de lotería, los vendedores ambulantes ofrecían 
                      cigarrillos sueltos y, en ocasiones, pan blanco de estraperlo; 
                      se notaba que la vida cotidiana debía de ser precaria 
                      para muchos, pero la animación de la capital, que 
                      tanto contrastaba con el letargo de Ávila, era más 
                      fuerte que todo lo demás. Después de Madrid, 
                      Toledo, tan festejada por los viajeros extranjeros, no me 
                      dejó imágenes con tanta fuerza como las que 
                      me evocaba Castilla la Vieja. III Todo esto cristalizó, podría decirse, al 
                      regresar a Francia. Había nacido una vocación; 
                      fui presa de una pasión por un país que, al 
                      no encontrarse ya en la sociedad de las naciones, distaba 
                      de estar de moda. En primer lugar decidí aprender 
                      lo mejor posible la lengua (método Assimil, unido 
                      al estudio sistemático de la gramática). Después 
                      comencé a iniciarme en la literatura, orientándome 
                      hacia las obras contemporáneas; entre ellas, en primer 
                      lugar, los libros de viajes, en particular los de Unamuno, 
                      que evocan tan bien Castilla. A ésto le siguió 
                      la poesía, Lorca y sobre todo Antonio Machado; podría 
                      haber elegido peor, aunque Cervantes y el Siglo de Oro me 
                      atraían menos. Aún hoy lo lamento. No dejé 
                      de lado la música popular, el flamenco, ni siquiera 
                      los toros. Empecé a formar una biblioteca de obras 
                      sobre España en francés, español e 
                      inglés. Después, a partir de 1952, siempre 
                      que las circunstancias me lo permitían, cruzaba la 
                      frontera en busca de los contrastes de un país cuya 
                      extrema diversidad había captado rápidamente. 
                      Al mismo tiempo, cada vez era más consciente de los 
                      enfrentamientos que habían marcado su historia y 
                      cuyas señales notaba por todas partes. Se abrió así, entre 1952 y 1961, año 
                      en que mi boda cambió mi ritmo de vida, una etapa 
                      de repetidos viajes, unos veinte, si mal no recuerdo, cuyo 
                      carácter debo precisar. Se trataba de una exploración 
                      casi metódica del territorio español y sus 
                      regiones, tan diferentes entre sí. Sin olvidar las 
                      grandes ciudades, di prioridad a las pequeñas localidades 
                      de provincia donde la huella del pasado se había 
                      conservado mejor. De Galicia a Andalucía, de Aragón 
                      a Extremadura, recorrí en todas las direcciones, 
                      durante diez años, la totalidad de la Península, 
                      siempre sensible a su originalidad, siempre invadido por 
                      la sensación de haber cambiado totalmente de país. 
                      Viajaba casi siempre solo, salvo a lo largo del verano de 
                      1954, cuando, anhelando compartir mi entusiasmo, arrastré 
                      a algunos amigos íntimos a realizar un largo viaje 
                      en automóvil que nos condujo desde el Levante valenciano 
                      hasta la costa cantábrica. Lo primero era el ritual de pasar la frontera, con frecuencia 
                      por Irún, con el corazón encogido por entrar 
                      en un territorio que no era "como los demás", 
                      y también por el riguroso control de equipajes que 
                      llevaban a cabo carabineros. A continuación, y gracias 
                      al cambio favorable, el compartimento del expreso del sur, 
                      evocador de Valéry Larbaud, con su marquetería 
                      lujosa, pero tronada, y después de un trayecto nocturno 
                      y traqueteante, el despertar por Ávila o El Escorial, 
                      para finalmente llegar a un Madrid que aún carecía 
                      de auténticos suburbios residenciales. Pero no viajaba 
                      únicamente en trenes de lujo. Durante todos aquellos 
                      años, cuántas horas no habré pasado 
                      en vagones bamboleantes, con la frente pegada al cristal 
                      de la ventanilla, impregnándome del espectáculo 
                      de la ancha y triste España. Recuerdo como uno de 
                      los viajes más característicos el trayecto 
                      de Valladolid a Soria a bordo del Shanghai, un expreso, 
                      famoso en su tiempo, que enlazaba -con lentitud- La Coruña 
                      con Barcelona. Pero no era menos sensible a la melancolía 
                      céltica de la ría de Noya, o a la gracia de 
                      los "pueblos blancos" andaluces. Pude hacerme 
                      así con un verdadero archivo de imágenes de 
                      una vieja España que en parte hoy ha desaparecido; 
                      imágenes en el más estricto sentido de la 
                      palabra, ya que tomaba fotografías apasionadamente, 
                      multiplicando los negativos de plazas con arcadas y de fachadas 
                      platerescas. Por ejemplo, conservo una serie de fotografías 
                      de Cuenca que se han convertido en documentos de época, 
                      donde se la ve tan adormecida como la evocaron Baroja y 
                      Pérez de Ayala, con burros subiendo por callejuelas 
                      empinadas entre casas arruinadas que albergan hoy en día 
                      los talleres de pintores de moda. Tras el descubrimiento de Castilla, el de Andalucía 
                      fue igualmente memorable. Había llegado por mar a 
                      Cádiz, procedente de Marsella, y desde ahí 
                      me dirigí a Sevilla en tren. El trayecto de la estación 
                      al hotel, "barresiano" , se realizaba en una antigua 
                      calesa asaltada por jóvenes que vendían jazmín. 
                      Más que Sevilla, fue Córdoba, más reservada 
                      y tan cercana todavía a Mérimée, la 
                      que me hechizó. Cierto es que, gracias a unos conocidos 
                      españoles de París, pude conocer allí 
                      a un joven pintor entonces desconocido, Antonio Povedano, 
                      que habría de convertirse en un artista conocido 
                      y en el mejor de los amigos. Simpatizamos de inmediato y, 
                      a través de él, entré verdaderamente 
                      en contacto, por primera vez, con un pequeño círculo 
                      de gente cultivada, algunos de ellos mitad periodistas, 
                      mitad poetas, algo frecuente por entonces en muchas ciudades 
                      de provincia. Había encuentros regulares en ciertos 
                      momentos del día, unas veces en tabernas, otras en 
                      grandes cafés, pero siempre con una clientela exclusivamente 
                      masculina. Povedano, que por razones de carácter 
                      geográfico se había visto movilizado del lado 
                      de Franco, no hablaba jamás de sus experiencias militares. 
                      Sin embargo, a veces se unía a nuestro grupo un viejo 
                      boticario, mucho mayor, antiguo alcalde republicano de un 
                      pueblo de los alrededores, que había pasado varios 
                      años en la cárcel. Respetado por todos, mostraba 
                      en su comportamiento y en sus palabras una prudencia un 
                      poco temerosa que me hacía adivinar los dramas que 
                      habían trastornado tantas vidas. Fue ésta 
                      una de las ocasiones en que la fractura, invisible pero 
                      siempre presente, entre los antiguos "rojos" y 
                      los otros se me reveló en su realidad cotidiana, 
                      pese a que la política no tenía apenas lugar 
                      en nuestras conversaciones. Tuve oportunidad de volver en 
                      bastantes ocasiones a Córdoba, incluso de ser recibido 
                      por el obispo, un dominico vestido de blanco, muy profranquista 
                      en otro tiempo, ahora reconvertido a la acción social 
                      y a la construcción de viviendas a precios económicos. 
                      Debo decir que este poderoso personaje, rodeado de pompa, 
                      se mostraba amable y más bien comedido en sus palabras. 
                     Povedano me hizo visitar las grandes aglomeraciones mitad 
                      urbanas, mitad rurales, de la provincia: Baena, Lucena, 
                      Priego, visibles desde muy lejos a través de las 
                      extensiones monótonas de la campiña, con sus 
                      largas calles de casas cuidadosamente blanqueadas, sus palacios 
                      señoriales y sus acogedores casinos. Tuve la oportunidad 
                      de ver la aldea donde todavía vivían los padres 
                      de mi amigo, su humilde y aseada casa campesina, con una 
                      sala común que los animales debían atravesar 
                      para llegar a la cuadra. Antonio, cercano a la tierra, se 
                      preocupaba por los problemas agrarios, y gracias a él 
                      pude ver, sin intermediarios oficiales, uno de esos pueblos 
                      de nueva planta creados por el Instituto Nacional de Colonización 
                      en nuevas zonas de regadío, algo que era entonces 
                      bastante excepcional para un extranjero. IV Simultaneándola con estos viajes, yo proseguía 
                      en París mi extensa investigación sobre el 
                      pasado y el presente de España, a la que pronto encontré 
                      la aplicación que necesitaba. Desde hacía 
                      tiempo yo tenía contactos personales con los dominicos, 
                      visitaba con frecuencia su editorial y conocía sus 
                      diversas publicaciones. La más importante de todas, 
                      La Vie Intellectuelle, había representado un importante 
                      papel, junto al semanario Sept, en el torbellino de polémica 
                      que la guerra de España había suscitado entre 
                      los católicos franceses. Cercanas a Mauriac y a Maritain, 
                      las revistas de los dominicos habían apoyado la causa 
                      vasca y manifestado expresamente sus reservas respecto al 
                      concepto de "guerra santa" y el apoyo que Franco 
                      había recibido de muchos católicos. Quince 
                      años más tarde, La Vie Intellectuelle, donde 
                      yo había comenzado a colaborar, rara vez se manifestaba 
                      ya sobre España. Cierto que el Régimen franquista 
                      había sobrevivido a la Guerra Mundial y al boicot 
                      internacional, y que, encerrado en sus convicciones, aparentaba 
                      solidez. Todo un sector de la opinión francesa lo 
                      constataba sin hacerse más preguntas, o incluso lo 
                      veía con complacencia, más o menos abiertamente. 
                      Para la izquierda, el mito de la guerra de España 
                      permanecía muy vivo, y producía en bastantes 
                      personas un rechazo deliberado a visitar el país 
                      de Franco. Las escenas y diálogos de La esperanza 
                      conservaban toda su fuerza, para mí el primero, pero 
                      yo ahora las reubicaba mejor en su contexto histórico; 
                      conocía lo suficientemente bien el país y 
                      su pasado reciente para no hacerme, a mi vez, bastantes 
                      preguntas. Una de ellas, fundamental, me afectaba personalmente. 
                      Si yo hubiera sido, durante el verano de 1936, un joven 
                      católico español de espíritu abierto, 
                      que los había, ¿cuál habría 
                      sido mi opción en el clima de extrema tensión 
                      reinante entonces? Junto a la indiscutible y brutal ola 
                      antirreligiosa, habían intervenido tantos factores, 
                      algunos circunstanciales o de tipo exclusivamente local, 
                      que me resultaba imposible determinar cuál habría 
                      sido mi elección o de qué lado me habría 
                      encontrado. Había, por tanto, que evitar todo maniqueísmo 
                      sumario, y a esto decidí atenerme. Por otra parte, cuando me encontraba en España observaba 
                      y escuchaba, y a pesar de la prudente reserva con la que 
                      entonces era costumbre hablar, en casa de mis amigos de 
                      Córdoba, por ejemplo, yo vislumbraba divergencias, 
                      que volvía a encontrar al leer los periódicos. 
                      Cada vez me parecía más evidente que la propia 
                      omnipresencia católica, aunque generalizada y con 
                      frecuencia pesada, no era monolítica. Una revista 
                      como La Vie Intellectuelle, uno de cuyos principales objetivos, 
                      muchas veces recordado por su director, el padre Maydieu, 
                      consistía en hacerse eco de las distintas corrientes 
                      por las que atravesaban el catolicismo más allá 
                      de nuestras fronteras, debía mirar de nuevo hacia 
                      España; había una transformación en 
                      curso, era preciso prestar atención e informar. Dos 
                      obras, publicadas en 1948, me dieron esa oportunidad: España 
                      como problema, de Pedro Laín Entralgo, y España 
                      sin problema, de Rafael Calvo Serer. Su atenta lectura me 
                      confirmó que la España franquista estaba atravesada 
                      por corrientes ideológicas distintas y que tenía 
                      lugar una controversia fundamental, en la que el elemento 
                      religioso ocupaba un lugar preponderante, entre comprensivos 
                      y excluyentes, para retomar la terminología de la 
                      época. Por un lado, Laín Entralgo, médico 
                      y universitario, católico y falangista, ciertamente, 
                      pero muy influenciado por los maestros de la generación 
                      anterior, Unamuno y Ortega, exponía lo que él 
                      consideraba el problema específico de la España 
                      de los últimos cien años. Para simplificar, 
                      marcaba las etapas de la ruptura, separando a los que representaban 
                      un pensamiento que quería emanciparse de rígidos 
                      imperativos religiosos y a quienes defendían la tradición 
                      intransigente que identificaba España y catolicidad: 
                      al generalizarse y radicalizarse, el conflicto entre ambas 
                      tendencias había sido una de las principales razones 
                      de la tragedia de 1936. Sin renegar de su ideal, y en nombre 
                      de un "sentimiento católico de la existencia", 
                      Laín se dirigía a la otra España preguntándose 
                      por los posibles acercamientos, más allá de 
                      todo eclecticismo superficial. Nada hay de esto en Calvo Serer, también profesor 
                      universitario, quien, invocando ante todo a Menéndez 
                      y Pelayo, rechazaba todo aquello que se apartara de la más 
                      estricta ortodoxia nacional y católica. No había 
                      dos Españas, sino una, cuya legitimidad histórica, 
                      definitivamente corroborada por la victoria de 1939, debía 
                      proclamarse sin ningún complejo. Contrarrevolucionario 
                      y antiliberal -Calvo Serer evolucionaría después-, 
                      afirmaba que si bien España tenía problemas 
                      que resolver, no constituía ya un problema; había 
                      que convencer y, a lo más, intentar asimilar lo asimilable. 
                      Yo procuré ofrecer ambas tesis en un extenso artículo 
                      que era evidentemente favorable, no sin muchas reservas, 
                      a la postura de Laín, titulado "Le problème 
                      espagnol d'après quelques livres récents". 
                      Se publicó en La Vie Intellectuelle, en junio de 
                      1953. Al releerlo, este primer texto dedicado a España 
                      me parece bastante sucinto, pero no pasó desapercibido 
                      al otro lado de los Pirineos. No se había olvidado 
                      las tomas de postura de la revista durante los años 
                      1936 a 1939, y que la principal publicación de los 
                      dominicos de París se volviera de nuevo hacia España 
                      no dejaba de tener significado. El Régimen, que por 
                      entonces buscaba obtener el apoyo de un sector bien definido 
                      del mundo católico, acababa de esbozar una política 
                      de relativa apertura, al menos en la enseñanza superior. 
                      Joaquín Ruiz Jiménez, antiguo embajador ante 
                      el Vaticano convertido en ministro de Educación, 
                      era el principal protagonista de este intento liberalizador; 
                      había nombrado a Pedro Laín Entralgo rector 
                      de la Universidad de Madrid, una elección con una 
                      fuerte carga simbólica. De paso por la capital de 
                      España, anuncié mi visita a Pedro Laín 
                      y acordamos que iría a verle al viejo caserón 
                      de San Bernardo, donde se encontraba su oficina. Esta visita 
                      permanece muy presente en mi memoria. Al atravesar la antecámara 
                      del rector, vi a numerosas personas que parecían 
                      esperar a ser recibidas, pero el bedel tomó mi tarjeta 
                      e hizo pasar al joven francés antes que a nadie. 
                      En un gran despacho, en el que las imágenes simbólicas 
                      del Régimen estaban bien presentes, fui acogido por 
                      un hombre afable y cordial con un interlocutor aún 
                      principiante en hispanismo... En el curso de nuestra conversación 
                      recordé otro libro del rector de Madrid, dedicado 
                      a la generación del 98, subrayando que en él 
                      estaba el origen de mi devoción especial, y siempre 
                      mantenida, por Unamuno y Antonio Machado. V Pedro Laín era, como ya se ha dicho, una de las 
                      cabezas de la política de apertura liberalizadora 
                      puesta en marcha por Joaquín Ruiz Jiménez. 
                      Durante esta misma estancia en Madrid, tuve otro encuentro 
                      de importancia decisiva en todos los sentidos. Fue con un 
                      amigo íntimo de Laín, José Luis Aranguren, 
                      a quien un eminente filósofo dominico de París, 
                      el padre Dubarle, tenía en gran estima y me había 
                      aconsejado que visitara. En el momento de su desaparición, 
                      en 1996, Aranguren se había convertido, mutatis mutandis, 
                      en el sucesor de Unamuno y de Ortega; al igual que ellos, 
                      había adquirido un carácter de personaje excepcional, 
                      admirado y criticado, pero cuya talla impresionaba a todos. 
                      El propio curso de su existencia, sus numerosas colaboraciones 
                      en prensa, con el sello de una total e imprevisible libertad 
                      de espíritu, lo habían llevado poco a poco 
                      a ocupar un lugar bastante parecido al de sus ilustres predecesores. 
                      Pero no es este Aranguren al que yo quiero evocar aquí. 
                      Hace más de cuarenta años, cuando lo vi por 
                      primera vez, era poco más que un principiante, cuya 
                      audiencia, por real que fuera, no rebasaba un círculo 
                      relativamente restringido. Pero representaba un tipo de 
                      intelectual, y de intelectual católico, completamente 
                      aparte en la España franquista. Autor de dos libros 
                      notables sobre el protestantismo, publicaba también 
                      artículos que abordaban cuestiones religiosas con 
                      toda la libertad de expresión que le permitía 
                      una censura siempre vigilante. Estos textos, con frecuencia 
                      de carácter autocrítico, que se recopilaron 
                      algo después bajo el título Catolicismo día 
                      tras día, le hicieron alcanzar la verdadera fama. 
                      Uno de ellos se publicaría en La Vie Intellectuelle. 
                      Cuando yo le conocí, ¿era ya titular de la 
                      cátedra de Ética en la Universidad de Madrid, 
                      a la que Laín le había aconsejado que se presentara 
                      y que él había ganado después de unas 
                      oposiciones memorables? Reconozco haberlo olvidado. De cualquier 
                      modo, su actitud no fue en absoluto la de un personaje investido 
                      con una función importante. Me encontré ante 
                      un hombre de físico ingrato, pero cuya calurosa sencillez 
                      y capacidad para escuchar me inspiraron una simpatía 
                      inmediata. Esta simpatía pronto se transformaría 
                      en una auténtica y profunda amistad. Descubrí 
                      rápidamente la vasta cultura de José Luis 
                      Aranguren, pero en él la extensión de los 
                      conocimientos y el placer por las ideas iban a la par con 
                      el interés por la marcha del mundo, una disposición 
                      que habría de conservar durante toda su vida. Mientras 
                      escribo estas líneas, soy plenamente consciente de 
                      la suerte que tuve de encontrar a alguien que me tomó 
                      a su cargo y se convirtió en mi introductor en los 
                      círculos, bastante cerrados, de cierta intelligentsia 
                      que, sin él, habría resultado inaccesible 
                      a un joven francés. En lo sucesivo, el piso de burgués instruido donde 
                      vivían Aranguren y su numerosa familia, en la calle 
                      de Velázquez, se convirtió en lugar de parada 
                      obligada en mis viajes a Madrid. Almorzaba en su casa con 
                      él y con su familia y, tras conversar en su despacho 
                      sobre la actualidad española y francesa, mi anfitrión, 
                      persona particularmente sociable, hacía una llamada 
                      de teléfono para facilitarme una entrevista o conseguía 
                      que me invitaran a alguna cena cuyos comensales, a su juicio, 
                      merecía la pena conocer. Fue también Aranguren, 
                      no se me olvida, quien me hizo visitar las miserables chabolas 
                      del Pozo del Tío Raimundo y me acompañó 
                      a visitar al padre Llanos, jesuita comprometido que vivía 
                      en esos sórdidos suburbios de la capital, demasiado 
                      desconocidos para los extranjeros. De esta forma, mis viajes a Madrid, de 1954 a 1956, me 
                      permitieron asistir desde dentro a la lucha periodística 
                      entre los partidarios de la política aperturista 
                      y sus numerosos adversarios: tradicionalistas, integristas, 
                      miembros del Opus Dei, de los que se empezaba a hablar mucho, 
                      y, sencillamente, franquistas puros y duros. Ambos campos 
                      se enfrentaban por nombramientos a cargos de cierta importancia, 
                      mientras que en la prensa empezaban a abordarse, de forma 
                      alusiva, temas delicados, frente a una censura al acecho; 
                      todo esto me recordaba un poco lo que había vivido 
                      bajo el Gobierno de Vichy, en 1941-1942, al inicio de mis 
                      estudios universitarios. Conocí a la mayoría 
                      de los "falangistas liberales", colaboradores 
                      de la Revista Escorial: Dionisio Ridruejo, José Antonio 
                      Maravall, Luis Felipe Vivanco. Constantemente en la brecha 
                      en defensa de Unamuno y de Ortega, expuestos a sufrir ataques 
                      violentos o amargos, se arriesgaban incluso a evocar -Aranguren 
                      fue uno de los primeros en hacerlo- sin apasionamiento, 
                      la otra España, la de los escritores e intelectuales 
                      en el exilio. Pronto me di cuenta de que a este conflicto esencial se 
                      unía el proceder ambiguo de un influyente sector 
                      de Acción Católica en torno a los propagandistas, 
                      discípulos de Angel Herrera, que se mantenían 
                      en un conformismo ideológico timorato que también 
                      daba lugar a polémicas, aunque más asordinadas. 
                      En las "Conversaciones católicas de Gredos" 
                      prevalecía un estilo por completo diferente. Las 
                      personalidades de renombre que tomaban parte en ellas tuvieron 
                      una reunión de estudios en Alcalá de Henares 
                      a la que, gracias a Aranguren, pude asistir. Allí 
                      estaban Laín, Ridruejo, Díez del Corral e 
                      incluso Ruiz Jiménez. Lejos de la política 
                      cotidiana, yo asistía a estos intercambios de opiniones 
                      que demostraban un perfecto conocimiento de los movimientos 
                      ideológicos de la Europa del momento y preocupaciones 
                      espirituales auténticas. Yo estaba impresionado, 
                      pero sentía también, como recalcaría 
                      después Aranguren en su autobiografía, Memorias 
                      y Esperanzas Españolas, que nos situábamos 
                      demasiado por encima de los conflictos. Esta misma sensación 
                      la experimentaba también un catalán de mi 
                      generación, Enrique Boada, que nos acompañó 
                      a Alcalá y con el cual trabé una amistad duradera. 
                      Políticamente comprometido, habría de unirse 
                      a lo que se convertiría en el Frente de Liberación 
                      Popular, movimiento cristiano de izquierda, en él 
                      participarían numerosos amigos míos. A través de Enrique Boada y de Aranguren, uno de 
                      los intelectuales madrileños más atentos a 
                      lo que ocurría en Cataluña -escribía 
                      con regularidad para la revista católica progresista 
                      El Ciervo, publicada en Barcelona-, pude ensanchar mis horizontes 
                      y crearme en la metrópolis catalana una valiosa red 
                      de relaciones, principalmente, como puede verse, en los 
                      medios católicos. Se vivía en pleno "nacional-catolicismo", 
                      y me fue posible calibrar el peso que tenía sobre 
                      la sociedad y comprobar que eran más evidentes que 
                      nunca los vínculos de la Iglesia con el Régimen. 
                      Se acababa de firmar el Concordato y los dirigentes franquistas 
                      se vanagloriaban de la armonía existente entre la 
                      Iglesia y el Estado. Sin embargo, había discordancias, 
                      que yo me aplicaba con celo en detectar, en las crónicas 
                      que a lo largo de aquéllos años publicaba 
                      con regularidad La Vie Intellectuelle. Ya se tratara de 
                      la Hermandad Obrera de Acción Católica o de 
                      excesos en el control sobre la prensa religiosa, yo estaba 
                      al acecho de las menores divergencias. Su eco en la revista 
                      de los dominicos me estimulaba lo que creía que debía 
                      ser mi papel, especialmente porque estos aspectos políticos 
                      y religiosos de la actualidad española apenas llamaban 
                      la atención en Francia. En 1955, con ocasión 
                      del fallecimiento de Ortega y Gasset, no dejé de 
                      recalcar cómo se habían encarnizado contra 
                      él algunos teólogos. Fui testigo directo de 
                      sus intentos -vanos- por hacer que se incluyera su obra 
                      en el Índice. Al año siguiente, en un artículo 
                      titulado "Crise de régime en Espagne", 
                      comentaba los disturbios universitarios que acarrearon el 
                      fin del experimento de Ruiz Jiménez, y pude hacer 
                      hincapié, por vez primera, en la actividad del Opus 
                      Dei. VI Si bien yo solía abordar los problemas por el lado 
                      religioso, estaba lejos de limitarme a ésto y multiplicaba 
                      las lecturas sobre todo el pasado inmediato de España. 
                      El laberinto español, de Gerald Brenan, libro que 
                      leí en su primera versión en inglés, 
                      me aportó mucho. Este inglés, buen conocedor 
                      de España e instalado desde los años veinte 
                      en la Andalucía más profunda, analizaba con 
                      gran perspicacia los problemas agrarios y las modalidades 
                      españolas del anarquismo. En otra obra, L'Espagne 
                      du Sud, de Jean Sermet, que leí también en 
                      aquella época, volví a encontrar esta España 
                      meridional evocada en sus contrastes con inteligente precisión. 
                      Mi propia formación como geógrafo, alimentada 
                      por mis peregrinaciones de un extremo a otro de la Península, 
                      me llevó a recibir con una reseña elogiosa 
                      en La Vie Intellectuelle, el Viaje a la Alcarria. Camilo 
                      José Cela retomaba un género literario que 
                      me era muy querido y que más tarde emplearían, 
                      con evidente intención crítica, Juan Goytisolo 
                      y otros muchos. Me vi así inducido a interesarme 
                      más de cerca por la producción novelesca, 
                      por aquella novela social entonces en pleno auge. Leí 
                      La Colmena, pero también leí a Sánchez 
                      Ferlosio y a Jesús Fernández Santos. "C. 
                      J. Cela y la novela española contemporánea" 
                      fue el título del artículo que publicaría, 
                      en 1958, la prestigiosa revista Critique, de la que pronto 
                      me convertí en colaborador habitual para los asuntos 
                      de España. La novela, entendida como un documento 
                      sobre el estado de una sociedad, me hizo remontarme en el 
                      tiempo. Me sumergí en Galdós y, sobre todo, 
                      descubrí con asombro la obra maestra de Clarín. 
                      Por entonces, La Regenta se leía a escondidas en 
                      España debido a motivos políticos y religiosos, 
                      pero yo había localizado una edición argentina 
                      en París. El primero de mis Cuadernos publicados 
                      en Madrid sería un breve ensayo sobre el gran libro 
                      de Clarín, pero para eso habría que esperar 
                      a 1964. Leer a Brenan me había permitido una mejor comprensión 
                      de las extraordinarias dificultades de la situación 
                      española en las vísperas de la Guerra Civil. 
                      Ahora bien, yo acababa de terminar mi tesis doctoral en 
                      una disciplina que en Francia se estaba desarrollando rápidamente: 
                      la sociología electoral. Se me ocurrió aplicar 
                      a España un método de investigación 
                      que me era bien conocido, escogiendo el breve período 
                      republicano, de 1931 a 1936, durante el cual habían 
                      tenido lugar consultas electorales significativas. Esto 
                      exigía innumerables lecturas y sus resultados no 
                      se verían hasta después, pero comencé 
                      a frecuentar las librerías especializadas de París, 
                      situadas en pleno barrio latino, cerca del Palacio de Luxemburgo, 
                      donde yo trabajaba. Por la tarde, al salir del trabajo, 
                      entraba con frecuencia en la Librairie Espagnole de la rue 
                      du Seine, de la que me convertí en habitual. Su importancia 
                      como lugar de encuentro del hispanismo se ha puesto de relieve 
                      en multitud de ocasiones. Antonio Soriano había sabido 
                      atraerse tanto a representantes de la joven literatura peninsular 
                      como a exiliados de distintas tendencias, instalados en 
                      Francia o que vivían en América y estaban 
                      de paso por Europa. Tuve así la oportunidad de conocer, 
                      entre otros muchos, a Alejo Carpentier y sobre todo a Max 
                      Aub, escasamente conocido en Francia y cuyas destacadas 
                      facultades de novelista alabé en Critique. Manuel 
                      Tuñón de Lara era uno de los pilares de la 
                      librería, alrededor del cual se reunía una 
                      tertulia que se convirtió en una auténtica 
                      institución; en ella llevaba la voz cantante la izquierda 
                      socializante y simpatizante del comunismo. Siendo francés 
                      y no comprometido, yo permanecía al margen, pero 
                      mantenía con Tuñón y su grupo excelentes 
                      relaciones. La otra librería, radicada en la rue 
                      Monsieur le Prince, tenía una orientación 
                      política diferente. En ella dominaba exclusivamente 
                      el espíritu libertario, pero también allí 
                      el francés curioso por los asuntos de España 
                      era muy bien recibido y encontraba su provisión de 
                      libros. Con el paso de los años, se multiplicaron 
                      mis relaciones con los españoles forzados por el 
                      exilio a vivir en París. Algunos tuvieron una suerte 
                      precaria, como aquel antiguo secretario general de las Cortes 
                      republicanas a quien el Parlamento francés encargó, 
                      para ayudarle, traducciones modestamente retribuidas, asunto 
                      que fui encargado de organizar. También entré 
                      en contacto con el Gobierno republicano instalado en París, 
                      así como con los vascos, quienes publicaban un importante 
                      boletín informativo que me hacían llegar. 
                      Yo había conocido al Padre Olaso, alias Chanoine 
                      Onaindía, un cura de fuerte personalidad cuyas emisiones 
                      radiofónicas emitidas para España se siguieron 
                      con interés durante mucho tiempo, pero que no sobrevivieron 
                      a la IV República, pese a todos los esfuerzos de 
                      los "gaullistas de izquierda", alertados por mí 
                      en vano. En revancha, yo ignoraba la embajada de la avenida 
                      Georges V, cuyo umbral no habría de franquear hasta 
                      después de 1975. Sin embargo, sí frecuentaba 
                      con asiduidad el Colegio de España, cuyo director 
                      fue durante mucho tiempo Joaquín Pérez Villanueva, 
                      "falangista liberal" cercano a Laín y Aranguren. 
                     El período de 1958 a 1960 vio cómo España 
                      emprendía poco a poco el camino de la modernización 
                      económica, de lo cual daba yo cuenta en las crónicas 
                      que continuaba enviando con regularidad a diversas publicaciones, 
                      entre ellas la revista franco-alemana Dokumente y otros 
                      medios extranjeros. Tuve también una corta experiencia como enseñante 
                      en el Centro de estudios e investigaciones españoles 
                      e iberoamericanos, creado por monseñor Jobit en el 
                      Instituto Católico. Me encargaron de iniciar a los 
                      estudiantes en la Geografía, en el sentido más 
                      extenso del término, del país que tanto había 
                      recorrido. Pierre Jobit, autor de una importante tesis sobre 
                      los krausistas, antiguo becario de la Casa de Velázquez, 
                      conocía a mucha gente, tanto en París como 
                      en Madrid. Un poco mundano, pero afectuoso y de espíritu 
                      abierto, mantenía contactos con la embajada, cuyos 
                      representantes asistían a las veladas del Instituto 
                      Católico; yo advertía, sin sorpresa, el solícito 
                      comportamiento de éstos con el alto clero... En definitiva, como se ve, me mostraba ecléctico 
                      en mis contactos, abordando siempre con prudencia determinados 
                      temas con ciertos interlocutores. Lo hacía deliberadamente; 
                      deseaba mantener mi posición de observador crítico, 
                      sin hacer juicios apriorísticos ni excluyentes. El 
                      incansable Ángel Trapero, debido a su cargo en la 
                      UNESCO, fue para mí, durante esta época, el 
                      más valioso de los intermediarios. A él debo 
                      haber conocido a Antonio López Campillo, científico 
                      libertario de múltiples talentos, que se había 
                      visto obligado a marcharse de Madrid después de los 
                      disturbios universitarios de 1956. Entablé con él 
                      y con su esposa Évelyne, joven y brillante catedrática 
                      de español, una relación de estrecha y confiada 
                      amistad que habría de prolongarse en el tiempo. VII Volvamos al Madrid de los años 60, que yo visitaba 
                      con frecuencia. Ya no era un principiante, sino un observador 
                      poco conocido que contaba con una red de relaciones. Gracias, 
                      una vez más, a José Luis Aranguren, esta red 
                      se vio considerablemente ampliada al extenderse a una importante 
                      editorial, Taurus, cuyo papel sobresaliente ha sido destacado 
                      con justicia . La Banca Fierro, que financiaba Taurus, permitía 
                      que sus colaboradores, que hacían fintas a la censura 
                      y se inspiraban en un liberalismo multidireccional, adoptaran 
                      una actitud de rechazo ante el conformismo y de apertura 
                      al mundo que no tenía parangón en el Madrid 
                      de entonces. En el reino de las ideas, Taurus publicaba 
                      obras de Teilhard de Chardin y de Emmanuel Mounier, así 
                      como de exiliados de renombre, desde Américo Castro 
                      a Francisco Ayala. En el ámbito literario puro, la 
                      editorial tenía sus puertas generosamente abiertas 
                      a los jóvenes narradores. El director de Taurus era por entonces Francisco García 
                      Pavón, un novelista hoy demasiado olvidado. Escribía 
                      libros de títulos significativos, Los liberales, 
                      Cuentos republicanos, inspirados de un costumbrismo modernizado, 
                      con una delicada ironía de la mejor condición. 
                      Este manchego se había traído con él 
                      a su paisano, Eladio Cabañero, autodidacta y un auténtico 
                      poeta. También trabajaba en Taurus Jorge Campos, 
                      antiguo "rojo" de infrecuente cultura, que jamás 
                      recordaba sus penosas experiencias posteriores a 1939, pero 
                      que visitaba regularmente a los veteranos, Baroja y Azorín, 
                      y relataba las últimas habladurías del Café 
                      Gijón o de la librería de don León 
                      Sánchez Cuesta. Todos ellos me iniciaron en las pequeñas 
                      peripecias de la vida literaria madrileña. Me los 
                      encontraba por el barrio, en torno a las tapas de ritual, 
                      junto a otro pilar de Taurus, Florentino Trapero, que se 
                      convertiría en mi traductor habitual y en el más 
                      fiel de los amigos. En 1958, con los Cuadernos Taurus se creó una nueva 
                      colección que haría mucho por el prestigio 
                      de la editorial. Estas monografías de publicación 
                      periódica disfrutaron pronto de una gran aceptación 
                      entre el público instruido, y en 1970 se habían 
                      publicado más de cien. Aranguren inauguró 
                      la serie con un estudio sobre La ética de Ortega; 
                      le siguieron grandes autores extranjeros, de Jaspers a Mauriac, 
                      así como españoles, jóvenes y menos 
                      jóvenes, desde Tierno Galván a José 
                      María Castellet. Historia literaria, ciencias humanas 
                      y religiosas... los temas abordados por Cuadernos eran muy 
                      variados, con una atención constante a las nuevas 
                      corrientes ideológicas, llegando en ello tan lejos 
                      como las restricciones de la censura lo permitían. 
                      En Cuadernos apareció en 1964 mi primer título 
                      publicado en España: La Regenta de Clarín 
                      y la Restauración. Le seguirían otros dos: 
                      Miguel de Unamuno y la Segunda República, publicado 
                      al año siguiente, y después, en 1969, un estudio 
                      sobre Cruz y Raya, la revista de José Bergamín. 
                      Al releerlos hoy, estos tres pequeños ejemplares 
                      se muestran escritos con cierta premura y escasamente documentados; 
                      tenían al menos el mérito, creo yo, de tocar 
                      temas que era poco frecuente que se trataran en la España 
                      de entonces... ¿Cómo no evocar la figura de Jesús 
                      Aguirre, el artífice de Cuadernos Taurus? Tuve el 
                      privilegio de mantener con él una relación 
                      de estrecha amistad y de seguir el curso de un destino fuera 
                      de serie. Quien se convertiría en duque de Alba era 
                      un joven y brillante eclesiástico, también 
                      muy unido a Aranguren, que me dispensó de inmediato 
                      la mejor acogida. Fue alumno del Colegio Mayor César 
                      Carlos, perfeccionó después su formación 
                      teológica y filosófica en Alemania, y estaba 
                      lleno de curiosidad por los asuntos franceses, de lo cual 
                      daban fe las preguntas que me hacía. Jesús 
                      Aguirre colaboraba por entonces con el padre Federico Sopeña 
                      en la parroquia de la Ciudad Universitaria, y sus sermones 
                      dominicales atraían no sólo a los estudiantes 
                      sino también a un extenso auditorio ilustrado. Incisivo 
                      y seductor, Jesús Aguirre se convirtió en 
                      un personaje de moda, detestado por todos los ultras del 
                      régimen; estaba introducido en círculos muy 
                      diferentes, a los que tuvo la generosidad de permitirme 
                      acceder con él. Su don de gentes pronto le llevó 
                      a asumir la dirección de Taurus, convirtiéndola, 
                      todavía más, en la editorial de vanguardia 
                      por excelencia. Entretanto, yo proseguía, tanto en París 
                      como en Madrid, con mis investigaciones sobre las elecciones 
                      a Cortes de 1931, 1933 y 1936, leyendo todo lo que se podía 
                      encontrar sobre ese período. Frecuentaba con asiduidad 
                      la biblioteca del Ateneo, cuya colección de periódicos 
                      me suministraba los resultados detallados, aunque por desgracia 
                      en ocasiones incompletos, de los tres escrutinios. Así, 
                      en 1963, la Fundación Nacional de Ciencias Políticas 
                      pudo publicar en París un estudio titulado La Deuxième 
                      République Espagnole (1931-1936). Essai d'interpretation. Fue un trabajo que se consideró pionero; revisado, 
                      aumentado y traducido al español, apareció 
                      en la Biblioteca política Taurus en 1967, con prólogo 
                      de J. L. Aranguren. En el intervalo, Manuel Fraga Iribarne, 
                      ministro de Información, había suprimido la 
                      censura previa. Sin embargo, tuvimos dificultades a muy 
                      alto nivel para que apareciera mi libro. Visité a 
                      Carlos Robles Piquer, cuñado y colaborador del ministro, 
                      quien me explicó amablemente que para no chocar frontalmente 
                      con la susceptibilidad de los militares habría que 
                      realizar algunas correcciones. Pudimos llegar a un acuerdo 
                      y la obra pronto se encontró con su público. VIII En 1963 nació una nueva editorial española, 
                      en esta ocasión en Francia, a iniciativa de intelectuales 
                      en el exilio, todos en decidida oposición al franquismo. 
                      Tenía como objetivo publicar una serie de libros 
                      que discreparan sistemáticamente de la propaganda 
                      oficial, y de una forma más generalizada, corrigieran 
                      la versión parcial y deformada del pasado español 
                      reciente, con frecuencia la única accesible al otro 
                      lado de los Pirineos. Ruedo Ibérico publicó 
                      así versiones españolas tanto del libro de 
                      mi querido Brenan como de la bien conocida síntesis 
                      de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil. Paralelamente, se 
                      publicaban compilaciones más combativas que presentaban 
                      con crudeza la realidad del momento, como el grueso volumen 
                      titulado España hoy. Obviamente prohibidas en territorio 
                      español, las producciones de Ruedo Ibérico 
                      conseguían entrar de forma clandestina y tenían 
                      una extensa circulación, creo yo, en los ambientes 
                      universitarios. José Martínez, el alma de 
                      Ruedo Ibérico, era un personaje fuera de lo común, 
                      áspero, cáustico y poseedor de una rara independencia 
                      de espíritu. Tenía un notable conocimiento 
                      técnico en materia editorial y sabía dar una 
                      presentación original y cuidada a todo lo que publicaba. 
                      Nada excluyente en sus elecciones, recibía a representantes 
                      de prácticamente todas las corrientes hostiles al 
                      Régimen. Creo que fue el autor de uno de los primeros 
                      títulos de Ruedo Ibérico, El mito de la Cruzada 
                      de Franco, el erudito y pintoresco H. R. Southworth, un 
                      hispanista americano residente en París, quien me 
                      presentó a José Martínez y a su grupo. 
                      A pesar de su postura militante, Martínez se adaptó 
                      bastante bien a mi celosa libertad de opinión. Me 
                      abrió las puertas de Cuadernos de Ruedo Ibérico, 
                      revista que pronto empezó a publicar la editorial 
                      y que contaba con las firmas más variadas. En noviembre 
                      de 1965 entregué un primer artículo, dedicado 
                      al parlamentarismo español anterior a 1936, tal como 
                      lo había tratado en las crónicas de ABC, con 
                      maligna perspicacia, el muy conservador W. Fernández 
                      Flórez. En mi condición de funcionario del 
                      Senado, el deber de mantener la discreción, al tratarse 
                      de una publicación muy comprometida, y por añadidura 
                      prohibida en España, me llevó a adoptar un 
                      seudónimo; firmaba como Daniel Artigues, nombre y 
                      apellido cuidadosamente escogidos para que no fuese posible 
                      saber si el autor era francés o español... En 1967 volvería a utilizar el seudónimo 
                      para otro artículo publicado en la revista Esprit, 
                      titulado, sin rodeos, "Qu'est-ce que l´Opus Dei?" 
                      ¿Cómo llegué a tratar en una importante 
                      publicación francesa un tema tan delicado? Debo ofrecer 
                      ahora una explicación. En los círculos que 
                      yo frecuentaba en Madrid, se hablaba con frecuencia de la 
                      Obra, como solía decirse, y, con razón o sin 
                      ella, veíamos cada vez más su rastro por doquier. 
                      Algo antes, el año en que fue separado de la Universidad, 
                      Aranguren había afirmado, también en la revista 
                      Esprit, que un estudio sobre el Opus Dei realizado "sine 
                      ira cum studio" y documentado escrupulosamente sería 
                      una gran contribución al mejor conocimiento de la 
                      España de hoy. Tomé la temeraria decisión 
                      de aventurarme a intentarlo, no sin antes recabar el consejo 
                      del propio Aranguren y de Jesús Aguirre. La editorial 
                      sería, inesperada y oportunamente, Ruedo Ibérico, 
                      que lo publicaría en dos versiones, francesa y española. 
                      El texto de Esprit fue un preludio a la aparición 
                      del libro. Me puse a trabajar de inmediato; evidentemente era imprescindible 
                      llevar a cabo una extensa labor de investigación. 
                      Había ya mucho escrito sobre el Opus y tuve que aplicarme 
                      a una vasta búsqueda bibliográfica, tanto 
                      en Francia como en España. Mi primer objetivo era 
                      esclarecer la actividad política y religiosa de la 
                      Obra en España desde su fundación; pronto 
                      me di cuenta de que era inevitable considerar al Opus Dei 
                      de una forma global, reubicando la creación de monseñor 
                      Escrivá en el complejo marco de las organizaciones 
                      eclesiásticas, para subrayar su especificidad. Mi 
                      tarea no se veía simplificada. Debía también 
                      mantener conversaciones directas con determinadas personas 
                      que tenían reputación de estar bien informadas. 
                      Deseo mencionar solamente a una, a quien le debo mucho: 
                      Manuel Giménez Fernández. Antiguo líder 
                      de la izquierda cedista, ministro de Agricultura con la 
                      República y reconocido especialista en Bartolomé 
                      de las Casas, se dedicaba a la enseñanza, después 
                      de no pocas vicisitudes, en la Universidad de Sevilla. Más 
                      democratacristiano que nunca, era un furibundo adversario 
                      del franquismo en general y del Opus Dei en particular. 
                      Vituperaba al Régimen, incluso en lugares públicos, 
                      de una forma insólita para la época, hasta 
                      el punto de preocupar a sus estudiantes, que lo adoraban. 
                      Puso generosamente sus expedientes a mi disposición 
                      y mantuvimos largas conversaciones. Me reuní también, 
                      por supuesto, con antiguos miembros de la Obra, como José 
                      Vidal Beneyto. Eludí, quizá equivocadamente, 
                      entablar contacto con representantes del Opus, tanto en 
                      Francia como en España, debido a las advertencias 
                      que había recibido respecto a que mis preguntas no 
                      obtendrían más que respuestas evasivas o estereotipadas. 
                      Todo ello dio como resultado un libro del que aparecieron 
                      dos ediciones sucesivas, la primera en 1968, con dos versiones, 
                      francesa y española, y la segunda, revisada, aumentada 
                      y únicamente en español, publicada en 1971. 
                      Al retomar ahora, transcurridos más de treinta años, 
                      este volumen de 250 páginas repleto de datos dedicado 
                      a "José Luis Aranguren, español ejemplar", 
                      experimento sentimientos encontrados. Me supuso mucho esfuerzo 
                      y, a pesar de las prohibiciones, pudo tener difusión 
                      entre los lectores españoles sin demasiados problemas. 
                      Tuvo una favorable acogida en los sectores de opinión 
                      reticentes con respecto al Régimen. En cambio, el 
                      Opus Dei mantuvo un absoluto silencio, evitando mencionar 
                      la existencia del libro, actitud en la que se ha mantenido 
                      hasta el día de hoy. Indudablemente, lo enfoqué 
                      con una deliberada perspectiva crítica, pero, creo 
                      yo, sin excesos polémicos, aunque en su momento los 
                      enemigos encarnizados de la Santa Mafia me acusaron incluso 
                      de complacencia. De cualquier modo, al escribir en 1999, 
                      tengo que insistir en el hecho de que el Opus Dei ya no 
                      es en la actualidad lo que era hacia 1970, y que ahora me 
                      guardaría de emitir al respecto el menor juicio global. 
                      Pienso también que fue un error de método 
                      haber querido descifrar los sucesivos estatutos de la Obra 
                      y, además, haberme empeñado en la arriesgada 
                      tarea de caracterizar su religiosidad específica. 
                      Un segundo y fundamental error procede del intento de establecer 
                      una relación entre el Opus Dei y la Institución 
                      Libre de Enseñanza, que tuve siempre en mente. Al seguir de cerca la incesante lucha de influencias para 
                      obtener cátedras universitarias, por el control del 
                      Consejo Superior de Investigaciones Científicas y 
                      del Ateneo, impresionado por la fundación de la Universidad 
                      de Navarra, consideré al Opus como una forma de "contrainstitución" 
                      de rigurosa inspiración católica, que buscaba 
                      suplantar la obra de Francisco Giner de los Ríos. 
                      Hoy opino que el Opus no deseó, o no pudo, emprender 
                      semejante operación. Sus esfuerzos pronto se encauzaron, 
                      y con éxito, hacia otro terreno, el de la política 
                      económica y la alta administración. Ullastres 
                      y López Rodó, tan influyentes en la vida pública, 
                      ganaron a Suárez Verdeguer, Albareda o Pérez 
                      Embid, que pasaron a un segundo plano. Como Aranguren quiso 
                      decirme por escrito al final de su vida, los capítulos 
                      dedicados a las ambiciones universitarias e intelectuales 
                      del Opus de 1959 a 1960 continúan siendo válidos 
                      al tener una información de primera mano. Se me permitirá 
                      que no vaya más allá y pase la página. IX La preparación del libro sobre el Opus no me impidió 
                      continuar informando sobre la actualidad política 
                      y literaria española en diversas publicaciones francesas, 
                      entre ellas en Signes du temps (la revista de los dominicos 
                      que había tomado el relevo de La Vie Intellectuelle), 
                      en La Quinzaine Littéraire e incluso en Le Monde. 
                      En este periódico, entre otros, se publicó 
                      un artículo dedicado a Juan Goytisolo, estrella en 
                      ascenso de las letras españolas que tuvo la suerte 
                      de ser traducido muy pronto. 1963 vio la reaparición, 
                      en Madrid, de la prestigiosa Revista de Occidente, donde 
                      se reunieron, en torno a los discípulos de Ortega, 
                      muchas firmas conocidas. Yo entregué varias reseñas 
                      a la Revista y fui bien recibido en la calle Bárbara 
                      de Braganza por los fieles del maestro, mantenedores de 
                      una ideología liberal que emergía de nuevo 
                      con prudencia a la superficie. Tuve oportunidad de visitar 
                      a uno de los representantes de esta corriente de pensamiento, 
                      perteneciente a una generación anterior: Ramón 
                      Pérez de Ayala. Envejecido, con maneras inglesas 
                      y olvidado, parecía, después de recorrer un 
                      sinuoso itinerario político, regresar a sus antiguas 
                      convicciones, y había firmado uno de los manifiestos 
                      de intelectuales contra la violencia policial, frecuente 
                      y significativa durante esos años. Como es sabido, 
                      la solidaridad de que hizo gala Aranguren en 1965 con las 
                      asambleas de estudiantes le valió la expulsión 
                      de la Universidad, junto con otros profesores. Esta sanción, 
                      y las consecuencias de todo género que entrañó 
                      para él y los suyos, vino a reforzar aún más 
                      nuestros lazos. Recuerdo también haber estado en 
                      Madrid en el momento de una de las numerosas detenciones 
                      de Dionisio Ridruejo. Aún puedo ver el piso de la 
                      calle de Ibiza invadido por una pequeña multitud 
                      de amigos esforzándose en reconfortar a Gloria Ros, 
                      la esposa del antiguo jefe falangista convertido en uno 
                      de los líderes de la oposición. Fuera de España, me interesaba la escuela histórica 
                      que se estaba constituyendo en Oxford en torno a Raymond 
                      Carr, y que suponía una renovación de nuestra 
                      visión de la España atormentada y desgarrada 
                      de los siglos XIX y XX. Para acercar el gran libro de Carr 
                      al público francés, publiqué a partir 
                      de 1969, en dos números sucesivos de Critique, una 
                      extensa presentación de la obra. Carr se reconocía 
                      deudor de Brenan en todo lo relativo a las clases populares. 
                      Un encargo editorial me permitió aportar mi modesta 
                      contribución a la historia social de los últimos 
                      cien años, bajo la forma de un pequeño volumen 
                      titulado Anarchistes d'Espagne, que se publicó en 
                      1970. Este breve texto aludía extensamente a las 
                      fuentes literarias, de Baroja a Victor Serge y George Orwell, 
                      y se beneficiaba del valioso concurso de mi viejo amigo 
                      Gilles Lapouge, periodista y escritor, que firmaba el libro 
                      conmigo. En el libro se reconocía la elegancia literaria 
                      del coautor. En 1971, este ensayo de "psicología 
                      histórica" se pudo traducir al español 
                      y apareció en una colección de libros de bolsillo. 
                      Fue muy leído, por lo que yo sé, sin duda 
                      porque abordaba, de forma superficial, quizá, pero 
                      sin apasionamiento, un tema hasta entonces "vedado". A decir verdad, mi interés por el pasado reciente 
                      de España se dirigía cada vez más hacia 
                      las vicisitudes del liberalismo burgués en sus diferentes 
                      modalidades, tanto moderado como progresista. Se comprenderá 
                      que, a raíz de su aparición, comprara en París 
                      los gruesos volúmenes de las Obras Completas de Manuel 
                      Azaña, que Juan Marichal consiguió editar 
                      en México, enriqueciéndolos con comentarios 
                      todavía hoy irreemplazables. Fueron una auténtica 
                      revelación, y la figura del hombre que encarna, mejor 
                      que nadie, la República de los años 1931-1936 
                      se convirtió, en lo sucesivo, en uno de mis temas 
                      primordiales de reflexión y de estudio. Volveré 
                      sobre ésto. Por otra parte, desde 1970 se celebraban, 
                      a iniciativa de Manuel Tuñón de Lara, encuentros 
                      anuales franco-españoles de especialistas de la España 
                      moderna. Tenían lugar en Pau, con una perspectiva 
                      interdisciplinar que iba desde la historia económica 
                      hasta la de las ideas políticas o de la cultura. 
                      Estos encuentros tuvieron gran éxito y disfrutaron 
                      de una audiencia creciente. Yo participé con regularidad 
                      en ellos a partir de 1973, lo que tuvo consecuencias beneficiosas 
                      que debo reseñar. Hispanista situado "fuera 
                      del medio", no tenía más que escasas 
                      relaciones con el ambiente universitario, aparte del ilustre 
                      Pierre Vilar, quien me había animado en mi trabajo 
                      en varias ocasiones. Pude así entrar en contacto 
                      tanto con el ala activa del hispanismo francés como 
                      con jóvenes enseñantes españoles, a 
                      bastantes de los cuales les estaba reservado un brillante 
                      porvenir. Fue mi amiga Évelyne López Campillo quién 
                      me condujo hasta Pau. Nos acompañaba su esposo, Antonio, 
                      que aun no siendo historiador, aunaba su pasado de militante 
                      y sus posiciones inconformistas con un profundo conocimiento 
                      del marxismo, lo que hacía de él un interlocutor 
                      con frecuencia discutido, pero siempre escuchado. Antonio López Campillo tomaba parte en las sesiones 
                      de trabajo, pero sobre todo en los debates que había 
                      a continuación, por la noche, en las cervecerías 
                      de Pau; su verbo encendido y su habilidad para la dialéctica, 
                      hacían maravillas durante las justas de oratoria 
                      amistosa, que a veces se prolongaban hasta muy tarde. Podría 
                      citar muchos nombres de los españoles que conocí 
                      en Pau, pero solamente mencionaré uno, el de José 
                      Carlos Mainer, futuro autor de La Edad de Plata, hoy convertido 
                      en especialista indiscutido de las relaciones entre literatura 
                      y sociedad. Éste fue el campo de investigación 
                      que abordamos Évelyne López Campillo y yo 
                      en Pau, donde presentamos una ponencia conjunta sobre "La 
                      radicalización de los intelectuales durante los años 
                      1933-1936", que anunciaba un librito que habríamos 
                      de firmar juntos, en 1978, Los Intelectuales durante la 
                      República. X Mientras tanto, con sacudidas intermitentes, sobre las 
                      cuales no hay lugar para detenerse aquí, el franquismo 
                      atenuaba las trabas en materia de libertad de expresión. 
                      Prueba de ello fue la aparición de nuevas revistas 
                      que tenían un trasfondo ideológico bien distinto, 
                      baste mencionar Cuadernos para el Diálogo y Triunfo. 
                      Aunque no sin dificultades, se pudieron publicar testimonios 
                      de importancia política, como por ejemplo el de Gil 
                      Robles, No fue posible la paz, del que yo hice una reseña 
                      rigurosa en Cuadernos de Ruedo Ibérico. Se iba instalando 
                      lentamente un ambiente de fin de régimen, algo en 
                      lo que yo hacía hincapié en las crónicas 
                      que publicaba en el diario católico La Croix, mientras 
                      continuaba con las cartas para Critique o La Quinzaine Littéraire. 
                      Se me reconocía, en suma, y lo digo sin vanidad alguna, 
                      un numeroso público tanto en París como en 
                      Madrid. Los directivos de Taurus llegaron incluso, lo recuerdo 
                      por simple gratitud retrospectiva, a organizarme una cena-homenaje 
                      en un reservado de Lhardy, a la que asistieron, entre otros, 
                      Pedro Laín, José Antonio Maravall y el afectuoso 
                      padre Federico Sopeña. Sin embargo, tampoco escapaba a los ataques personales. 
                      Hubo uno que me tomo la libertad de recordar porque excedió 
                      mi propio caso. En Triunfo, el medio, digamos, de "oposición" 
                      sin duda más leído, José Bergamín 
                      la emprendió con dureza contra mí. Yo lo había 
                      visitado con ocasión de su primer regreso del exilio, 
                      en 1968, y todo había discurrido perfectamente; poco 
                      después, publiqué un Cuaderno Taurus sobre 
                      Cruz y Raya, la primera monografía acerca de una 
                      de las revistas más significativas de los años 
                      republicanos, fundada por Bergamín en 1933. Había 
                      entregado, también, una nota elogiosa a La Quinzaine 
                      Littéraire, reseñando una compilación 
                      de sus textos traducidos al francés y con un prefacio 
                      de Malraux. Ahora bien, con ocasión de la aparición 
                      de una antología de Cruz y Raya, Bergamín, 
                      en una entrevista publicada por Triunfo en julio de 1974, 
                      expresaba juicios severos sobre mi librito de 1969. Estaba 
                      en su derecho, pero resultaba desmesurado al retratarme 
                      como un teórico de gabinete que sólo tenía 
                      conocimientos librescos sobre España, parecido en 
                      ello, decía, a tantos franceses eruditos que generalizan 
                      sin tomar contacto con la realidad. Repliqué con 
                      aspereza, en Triunfo, el mes de septiembre, recordando mis 
                      numerosas estancias al otro lado de los Pirineos. Bergamín 
                      volvió a la carga con más fuerza en octubre, 
                      de nuevo en Triunfo, atacando la "vanidad" de 
                      todos los hispanistas, sobre todo aquellos que, como yo, 
                      no eran más que "aficionados" y ni siquiera 
                      eran profesores universitarios. Toda esta polémica 
                      me parece en la actualidad lejana y fútil. Hubiera 
                      debido recordar, en su momento, que la furia de Bergamín 
                      se dirigía contra una persona cercana a Aranguren 
                      y que era notorio que entre ambos no existía ningún 
                      aprecio . XI Pero la figura por la que me sentía cada vez más 
                      atraído era la de Manuel Azaña. Tuve la suerte 
                      de descubrir, en una librería de viejo madrileña, 
                      un ajado ejemplar del libro bastante asombroso que le había 
                      dedicado, en 1932, Ernesto Giménez Caballero. En 
                      una nueva revista, muy abierta y de elevado nivel, Sistema, 
                      que dirigía mi amigo Elías Díaz, uno 
                      de los mejores conocedores de los movimientos ideológicos 
                      en la España contemporánea, publiqué 
                      en julio de 1974 un extenso estudio sobre esta obra, entonces 
                      olvidada. Fue mi primer trabajo sobre Azaña, al que 
                      seguirían otros muchos, y deseo detenerme ahora sobre 
                      los motivos, jamás desmentidos, de mi fervor "azañista". He adquirido todas las obras más importantes sobre 
                      Azaña y continúo coleccionando los artículos 
                      referidos a él. Tengo para esto muchas razones, algunas 
                      personales. Desde el comienzo de mis estudios universitarios, 
                      me interesé por el problema de las relaciones, diversas 
                      y complejas, entre el mundo de las letras y el de la política. 
                      Albert Thibaudet, el gran crítico de la Nouvelle 
                      Revue Française, trataba el tema con frecuencia en 
                      sus célebres "Réflexions", que se 
                      publicaron mensualmente hasta su muerte, en 1936, y que 
                      yo leía con pasión. Más tarde, mi trabajo 
                      como bibliotecario del Senado me hizo vivir en el corazón 
                      del mundo parlamentario y tener frecuentes contactos con 
                      personalidades políticas de todas las procedencias 
                      y partidos. Con Azaña, me encontraba en presencia 
                      de un caso excepcional: el de un hombre de letras de la 
                      cabeza a los pies, que se impuso de pronto, en un momento 
                      crucial, en la vida pública de su país. No 
                      solamente demostró unas dotes oratorias poco comunes, 
                      sino que, además, este arquetipo del intelectual 
                      conquistado por la política se obligó, al 
                      llegar al poder, a una tarea sin equivalente, por lo que 
                      yo sé, entre los gobernantes europeos de su tiempo. 
                      Prácticamente cada noche, desde el verano de 1931, 
                      Azaña, ministro primero y luego presidente del Gobierno, 
                      dejaba escrito sobre el papel lo que había sido su 
                      jornada; como señala con justeza Juan Marichal, prácticamente 
                      cada noche, el hombre público, de ser parte actora, 
                      se convertía en autor de memorias históricas 
                      y cronista, un cronista minucioso, mordaz, que iluminaba 
                      sin miramientos la parte oculta de la vida política. 
                      Publicados inicialmente sólo en parte, los Diarios 
                      de Azaña, están hoy, como es sabido, al alcance 
                      de todos. Yo me sumergí en ellos, desde su aparición, 
                      con enorme interés. Fue sobre todo su lectura lo 
                      que me convirtió, me atrevo a decir, en algo así 
                      como un especialista francés en "azañismo" 
                      cuyos trabajos tuvieron buena acogida por parte de sus pares 
                      españoles y por el primero entre ellos, Juan Marichal. Sin embargo, todos mis estudios posteriores sobre Azaña, 
                      como, por ejemplo, el dedicado a Fresdeval, su gran novela 
                      inacabada, aparecieron en otra España, la de la democracia 
                      reencontrada; se publicaron después de 1975 y de 
                      la muerte de Franco. Con relación a esto último, 
                      La Croix me encargó la necrológica, y mi largo 
                      balance de la carrera del Caudillo, hecho sin la menor complacencia, 
                      llevó por última vez la firma de Daniel Artigues. XII Esta relación de mi pasado de hispanista, que he 
                      querido sincera y completa, se remonta a lejanos orígenes 
                      pero se detiene en 1975, y debo explicar por qué. 
                      Con la perspectiva que da el tiempo, he tomado conciencia 
                      de que hasta aquella fecha había disfrutado de lo 
                      que podría denominarse "las rentas de la situación". 
                      De nacionalidad no española, extremadamente celoso 
                      de mi libertad de opinión, a salvo tanto de las exigencias 
                      de una carrera universitaria como de las obligaciones de 
                      un profesional de la escritura, mi situación terminó 
                      siendo singular. Pude utilizar mi pluma con toda independencia 
                      para dar cuenta de lo que veía o leía, teniendo 
                      a veces un papel precursor. Todo ello, mientras los españoles 
                      que vivían en España padecían unas 
                      condiciones muy duras, que se fueron mitigando pero sólo 
                      de forma progresiva, y que no desaparecerían por 
                      completo hasta 1975, con la muerte de Francisco Franco. 
                      Después, continué con mi actividad de hispanista 
                      pero sin beneficiarme ya de esta especie de estatuto de 
                      privilegio, en comparación con los españoles 
                      del interior, que a partir de entonces han recuperado la 
                      plena normalidad democrática. He escrito estas páginas 
                      pensando en estos españoles, y también en 
                      los otros, en los del exilio. Tengo la sensación 
                      de pagar una parte de mi deuda con ellos, ya que soy deudor 
                      por muchas cosas y de mucha gente, tanta como diversos fueron 
                      mis acercamientos a su país. Es un lugar común, o un ejercicio obligado, poner 
                      de relieve las inmensas diferencias que existen entre la 
                      España de hoy y la de la primera mitad del siglo. 
                      No será necesario, pues, oponer de forma simplista 
                      lo que fue la España de Unamuno, con lo que habría 
                      de ser la España de Almodóvar. ¿Se 
                      quiere un único ejemplo? En el medio que me resulta 
                      más familiar, el del ámbito de la historia 
                      política y de la historia de la cultura, la variedad 
                      y la calidad de lo que se ha publicado en España 
                      con ocasión de cumplirse el Centenario del 98 dan 
                      fiel testimonio de una permanencia en la vitalidad. Jean BécarudTraducido por Marga González
 (Revisado por Federico Romero)
 
 
 
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